Las nubes se movían llenas de amargura,
y lloraban torrenciales lágrimas…
La madre acariciaba su vientre y protegía su fruto
del estruendo del relámpago… las gotas de lluvia
parecían perlas de cristal que se desprendían del
cielo y se rompían en miles de diamantes
al enfrentar la dureza de la madre tierra, que las
acogía y les refugiaba en sus entrañas...
Las gotas a su vez, se convertían en ese toque mágico
que las flores necesitaban para poder nacer… como
la vitalidad que la madre entrega a su hijo que descansa
en la calidez de su vientre.
La madre tierra sentía el pico y azadón del labriego,
que sin compasión, perforaba su vientre para sembrar
la semilla. La madre sentía las coses del crio que
le pateaba buscando florecer en el jardín de la vida.
La madre tierra no se lamenta y sin rencor brinda al
labriego las más abundantes cosechas, sin recibir nada
a cambio. La madre, con su cuerpo destrozado, ignorando
el dolor, endulza los oídos del capullo que recién se abre
a la luz de la vida, y le canta canciones de cuna…
Porque ese es el amor de una madre, quien
entrega todo por el hijo que ha parido con dolor,
desde lo más profundo de su ser, sin importar el
sufrimiento que deba soportar en su preñez.