Alberto F. Alvarenga

La madre, y la madre tierra...

Las nubes se movían llenas de amargura,

y lloraban torrenciales lágrimas…

 

La madre acariciaba su vientre y protegía su fruto

del estruendo del relámpago… las gotas de lluvia

parecían perlas de cristal que se desprendían del

cielo y se rompían en miles de diamantes

al enfrentar la dureza de la madre tierra, que las

acogía y les refugiaba en sus entrañas...

 

Las gotas a su vez, se convertían en ese toque mágico

que las flores necesitaban para poder nacer… como

la vitalidad que la madre entrega a su hijo que descansa

en la calidez de su vientre.

 

La madre tierra sentía el pico y azadón del labriego,

que sin compasión, perforaba su vientre para sembrar

la semilla. La madre sentía las coses del crio que

le pateaba buscando florecer en el jardín de la vida.

 

La madre tierra no se lamenta y sin rencor brinda al

labriego las más abundantes cosechas, sin recibir nada

a cambio. La madre, con su cuerpo destrozado, ignorando

el dolor, endulza los oídos del capullo que recién se abre

a la luz de la vida, y le canta canciones de cuna…

 

Porque ese es el amor de una madre, quien

entrega todo por el hijo que ha parido con dolor,

desde lo más profundo de su ser, sin importar el

sufrimiento que deba soportar en su preñez.