En la invariable repetición de los días,
apenas la soledad sobre la piel es un ascua casi marchita.
Su desnudez de sombra, su dulce nombre
y su sabor amargo, si acaso la esperanza,
su hueso y su cadena, su puño bien apretado
y su mano abierta, y ese quejido
que, como una lágrima sobre el arco de un violín,
brota del ojo de una improbable tempestad.
Acróbata en el aire insomne, yo te aguardo
abandonándome a esa solaz tristeza que deja la lluvia
al empañar las postreras luces del estío.
Inevitablemente, pienso en ti.
Mi espalda curvada sobre el silencio,
desnudo y sin más horizonte que un tiempo inexorable,
deslumbrado por el tardío latido de la noche.
¿Acaso la noche no cobija en su nido de sueños
a los últimos pájaros del invierno?
Desde mi voz vencida, un viento derrota
hacia un mar que ha perdido sus orillas,
un cajón de sastre alberga mi memoria,
y un corazón alado aún dormita en un sístole
cuando la muerte opone a la vida su reflejo.
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