A mi querida tía Alicia, allá donde se encuentre.
De una generación de la que apenas queda
el polvo y la ceniza y algunos huesos machacados por el tiempo,
que, alguna vez, pudieron ser preclaras osamentas,
se va, sin querer irse, en un tejer y destejer de su ahora fútil tiempo,
aquélla que parecía la más débil en su menudo cuerpo.
Se va y nos deja grabados en la memoria
-a una caterva de aquéllos que un día fuimos niños
y de los que, sin ser madre, en algún momento cuidó-
la voluntad y la abnegación como preciados recuerdos,
catálogo de una vida a su manera plena:
sus rezos, el rosario nocturno, estampas de Vírgenes diversas,
su empeño en hacer de beatos santos...
Atrás se quedan las migas del rico Epulón,
el puente que fue derribado durante la guerra,
la vieja Habana, en fotos, que su padre recorrió,
lugares que, sin conocerlos, se le hacían tangibles,
el retrato de aquel niño que parecía una niña,
enmarcado su rostro por largos y dorados rizos,
el cine Riviera, con sus matinées, la playa Marianao y el malecón,
el limonero y los viejos perales de la huerta...
¡son tantos los recuerdos que toman aposento en mi memoria!
Ella que de lo que carecía nunca hizo necesidad,
la que a su cariño nunca puso condiciones,
a quien querías sin remedio, sin darte apenas cuenta;
se va como vivió, austera, con esa fortaleza que solo otorga el silencio.
Aquí se queda su viejo El Espín, donde entierra su corazón
y desde donde su alma asciende a un cielo eterno,
del que la Providencia ha hecho hoy, en su virtud, un luminoso cielo.
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