Hubo un día en que dejé las palabras a un costado,
quietas, obedientes como un niño bueno.
Y en ese silencio tan mío, tan profundo, dejé que entraran
los sonidos a mis cinco o seis bolsillos. Y jugué con ellos.
Hice lo que se hace en estas circunstancias, los mezclé,
los batí a punto nieve.
Después los liberé y fueron tropel en mis oídos los trinos,
el golpetear de las pequeñas olas, la brisa fina y delicada.
Se llenó mi alma de gozo, un gozo callado y tan propio
como el mutismo de mis palabras muertas.
Y sólo hablaron los cantos alados de pájaros ocultos,
la danza tribal y colorida de un par de mariposas.
Habló el lago con sus dedos de espuma tratando de
alcanzar los troncos de la playa.
Habló la brisa que besa la siesta sacrosanta
de las flores silvestres.
Y el monocorde zumbar del moscardón
vestido de un negro refulgente.
Y el disciplinado ajetreo de las hormigas por sendas
de trazas prefijadas.
Hasta la araña que teje y teje deja su cántico inaudible
prendido de las ramas.
Hubo un día en que guardé la clara música del bosque
para sacarla en los días agrisados de ausencia y de poesía.
Los días en que los gnomos de mis sueños abrirán mi mochila
y dejarán volar los sonidos del verdor y tu voz rondando
en las aristas de la luna.
Ahora queda volver al mundo de los ásperos ruidos
y de las palabras huecas que inundan las veredas.
Derechos reservados por Ruben Maldonado.