Abre el corazón su sepulcro,
atávico refugio de sumarios duelos,
y en su luto no hay devoción
siendo reo de muchas cadenas,
luminosas heridas lo drenan
aventando el dolor que deja la ausencia.
Donde la tierra parece varada
siempre bajo el mismo cielo,
donde las horas abonan el diezmo
en minutos de arena,
donde el viento se vuelve solemne silencio,
donde el aura de la noche se eleva,
nómadas somos del tiempo
y, entregados a su vagar, prisioneros.
Cuando tus ojos me encontraron,
se abrieron los míos,
y sentí que el corazón,
como pájaro herido en vuelo ciego,
se me rompía en las costuras,
y busqué, entonces, en mi recién
amanecido pecho el pulso
que a mis venas se negaba,
hallando en él ese redoble
que se me hizo tu latido.
Quizá la felicidad nunca tuvo
más nombre que apellido.
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