Yo te quería
y sé que a mí también me querías
porque pasábamos por el tiempo
como pájaro y nube,
porque nos veía el tiempo
como agua y piedra
como árbol y tierra.
Yo te quería
y sé que a mí también me querías
porque a veces
en el silencio
o en el juego
o en el espacio entre el silencio y el juego
o entre el juego y el silencio
yo te miraba, y me mirabas
y había un lenguaje
que no era de palabras ni de silencio,
que era nuestro porque nadie más
tenía los ojos nuestros.
Un día, para qué contarlo,
un día moriste -o al menos así fue en mi universo paralelo-
te hiciste humo y
en donde nos vimos por última vez,
el aire suspiró tan fuerte
que nunca volví a ver
a tus ojos mirándome de nuevo.
Un día moriste
y ese día
en que se cortó el juego
en que se cayó el silencio
en que mis ojos quedaron
posados sobre hueco aire
tuve que haberme muerto
de tan ingente ruptura abrupta.
El resto de los días
todavía solo yo
seguía viva.
Y a falta de ti
de calor,
de silencio,
me encontré abrazándome
a una canción que en cada verso
tenía tu nombre.
Y a falta de vida
de ti,
abracé una foto
la única que nos tenía
juntos todavía.
Pasaron tantas tardes,
tardes sin que fueras siquiera
partícipe en silencio del ambiente,
y de tanto oír esa canción
se borró
como por lágrimas o telarañas
de su letra
tu nombre.
Yo te quería
y sé que a mí también me querías
pero un día te fuiste
y no me diste ni tu mano
para seguirte.
Ah, y mi mente
como una psicóloga de alas negras,
tendió mi vida a la rutina
y hundió en la impasibilidad
a esta alma que tanto ansiaba
llorar,
llorar y que nunca resucitaras en mi vida de nuevo.