La noche llega rápido
en estas fechas de invierno,
muchos se abrigan al frío
de una forma desconsolante,
con las miradas agachadas
y los recuerdos vestidos en llanto.
Otros parecen sonreír,
mientras cierran sus ojos
al coqueteo de pequeñas risas
susurradas al alma.
Están quienes se ocultan
en sombras arrinconadas
con vidas destrozadas en amargura,
tal vez, no sea simple amargura,
traen palas, lagrimas que salpican las flores
acurrucadas al brazo izquierdo,
en sus labios se dibujan epitafios
que nadie desearía leer.
Todos parecen sonreír cuando la mente juega
alborotando los recuerdos,
dejándolos caer en algún vino añejado.
Pero, la felicidad no suele ser más que
un breve momento
como los por siempre
de los que se creen enamorados.
Lo único que suele ser casi eterno
son noches como está,
cuando el alma siente incertidumbre
al dedicar insomnios, al saber que agregamos
otra historia a la lista de amoríos no correspondidos.
Cuando las miradas sollozan,
tras alguna respuesta inesperada
dejando partir los recuerdos
al terminar un suspiro que llena de silencio una habitación,
mientras una mano sostiene otra,
quizá, por una última vez.
O cuando miramos las viejas estrellas
estrechando las manos entre locuras
que parecían no tener fin.
Las copas de vino se alzan al cielo
unos gritan, otros murmuran salud,
el bar comienza a quedarse vacío con cada hora recorrida
en esta madrugada de invierno,
las mesas se queda solas,
en los rincones se hallan
botellas rotas de vinos amargos.
Las primeras horas del día llegan
alumbrando los rincones donde se hallan flores
con epitafios entre sus pétalos.
La mañana avanza…
el bar queda vacío finalmente
lleno de esencia de recuerdos sumergidos
en vinos añejados, amargos y botellas rotas.