Antes que el tiempo supiera de nosotros,
éramos niños buscando en la adversidad
los imposibles colores de la luna,
poníamos nuestras manos sobre el fuego
para alumbrar estrellas
que venían a morirse con el canto del gallo.
En ovillados sueños,
atalayábamos indómitos paisajes
y, conteniendo el aliento, corríamos
desnudos delante de la vida.
Una vida que se presentaba como una revelación,
una frugal tramoya de panes y de peces,
un inmenso aljibe de navales gestas,
un enjunque de yugos, de flechas, de hoces y de martillos,
donde la escarcha era nieve en las montañas y en los claustros,
y el pecado moraba en los azules ojos de una niña.
Una vida de preces y gramaticales oraciones.
Hay hombres que miran con la indiferencia
de aquéllos que nunca fueron niños,
aún habiendo intentado florecer en las cunetas
como pilares de otras ruinas,
incapaces de sentir al unísono el latido,
pues su tiempo venía apadrinado por hambres más antiguas.
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