Siempre he sentido esa inexplicable necesidad de salir huyendo de todo lo que me resultaba extrañamente familiar: unos brazos a medida, un par de ojos que me miran como conociéndome. Como si tuviera miedo. Porque lo tenía, lo sigo teniendo. Hace años escribí que tenía miedo de tener miedo toda la vida. Parece que la yo del pasado nunca se ha ido del todo. Casi me he acostumbrado a odiarme a mí misma, ya sabes, te pasas tanto tiempo alejándote de todas las cosas que alguna vez te hicieron o que pudieron hacerte feliz, que no puedes hacer otra cosa más que odiarte. Odiarse es humano, creo. Al menos es algo que intento decirme. La gente cree que te marchas de un sitio y nunca vuelves a mirar atrás, que simplemente rehaces tu vida en un escenario diferente y puedes seguir levantándote a las seis de la mañana y sonreír. Menuda basura. Todo es mucho más complicado que eso. Pero qué importa. Qué importa si nunca me quedo lo suficiente como para poder explicarme. Si ya no sé si huyo o nunca he dejado de correr. Si siempre empiezo escribiendo algo que lleva rondando días en mi cabeza y cuando al fin lo plasmo me pregunto qué importa, si ya nadie me lee, si ya no encuentro el confort en estas palabras vacías. (Escribir algo que nadie va a leer, seguro que Dante también lo calificaría de inútil). Si el dolor que cargo ya es suficiente con lo que lidiar. Si este escrito se parece a otras tantos que ya he quemado para encenderme los pitillos. Si odiarse es humano y huir es instintivo. Entonces qué. Nada. Nada. Nada.