La lectura se nos ofrece a quien le plazca
como una mano amiga que se abre cual flor
para acogernos, para llevarnos a mundos
remotos y presentes, a cielos e infiernos,
para vivir mil veces, en un mismo espacio
de tiempo, cientos de vidas como la nuestra
y sumarlas a los recovecos de nuestra mente
para alimentarla.
El libro es el amigo que espera paciente.
El libro aguarda la llamada de sus lectores
para brindarles todo su ser, toda su magia,
sin pedir nada a cambio, ni siquiera exige
su integridad, ni suplica una promesa de vuelta.
Un libro y su lectura se prestan mutua asistencia
como animales simbióticos, como una pareja
recién casada que estrenan el ritual del membrillo,
el beso inaugural de un futuro dichoso.
El lector que se rinde a sus encantos es, al fin y a la
postre, un Ulises que no soporta la tentación de
Calipso.
Entre libro y lector no cabe diéresis alguna, hay tal
comunión que el exterior se vuelve ciego, sordo, tan
profundo en su inexistencia que ni a voz en grito
conseguiríamos hacernos oír.
Quien lee se esfuma de repente como Eurídice, en su
último paso a la luz.
Quien lee va desdibujando con la práctica los tópicos
típicos que pululan en torno, como sopa de letras que
se desvanecen sin el engrudo de su sentido primigenio.
La lectura nos tiende una coraza contra anatemas,
nos fortalece contra cantos maléficos.