Cada vez que despertaba, ella miraba por la ventana los rizos del alba con el mismo sentimiento que siempre tuvo desde que su madre la vistió con el atuendo terciopelo amalgamado.
El canto de los pájaros y el olor de las flores los sentía en lo más recóndito de su ser, como el frio que pasaba por las hojas amarillas y taciturnas.
En la soledad de la habitación ella lo imaginaba.
Aunque el tiempo transcurrido ya era largo, nada apaciguaba el fuego perenne en el corazón. Entre rincones de penumbras percibía intactos quejidos de pasión, conversaciones soñolientas, latidos en el pecho y unas manos mansas que atravesaban vericuetos prohibidos e íntimos.
Por estos y otros tantos tormentos ella estaba totalmente convencida de que la vida no era vida sin el calor de su alma y el color de sus ojos grandes buscándola en medio de la densa y eterna oscuridad.