Mi plumín me llama, se ha acostumbrado.
Aunque el cansancio pugna por disuadirme,
la costumbre de reunirme con mis musas
en la víspera de mi descanso vence.
Mi plumín pretende desatar mordazas.
No trato de erigirme en un mesías de la
conciencia, no se volar, no soy un ángel
que pueda descender desde las alturas.
No soy el emisario, ni puedo serlo, de nada
nuevo porque me alimento de lo mismo que
los demás, no vengo de otro planeta.
Me molestan aquellos que viven de la sangre
del pequeño, que se les hace el colmillo agua
ante el lucro inocente, el lucro asible.
Aspiro a volver del revés las pieles de todas
las serpientes que silban solo para amedrentar.
Asisto al estrépito y a la nube de polvo que está
produciendo el derrumbe del mundo que me vio
nacer.
Las perneras de mi pantalón asisten manchadas
de desilusión ante la erección de la nueva Torre
de Babel, que se extiende a lo largo de la frontera
de un país hispano, soberbia como la de Nemrod.
Podría parecer que somos testigos del juicio final,
pero todavía estamos en los prolegómenos.
Se está prefigurando la reunificación continental
que devolverá a la tierra a su querida Pangea.
Toda la fanfarria y la sonería necesaria está
preparada para este momento.