Se escapó el asesino,
subió al mundo desde la impiedad
de su infierno.
Llegó apuntando con su dedo de hierro,
oscuro y exacto.
Con su andar que esconde pasos,
por el camino polarizado del dolor.
Cruzó otros cuerpos,
con lentitud de nervios
que de su proyectil hizo eficaz trayecto.
Hundió su puñal en el órgano
de la vida,
Hirió al suelo con sangre
del infortunio.
El asesino percibió el rocío,
morbidez congelada del séptimo infierno
y sintió momentáneo la tristeza…
Sin más, bajó los peldaños de la tierra,
cerró la desencajada puerta del Hades.
Y en su cama el asesino
mortecino… pálido,
relajó su empuñadura de espada efectiva
ya sin flores...
cerró para sí, la llama de sus ojos,
distendido su pecho,
del que no saldrán mariposas
o libélulas ignominiosas.
Sonó a distancia la cámpana,
con la única vocal que pronuncia,
se escucha el rumor de un río,
en cuyas riberas los huesos cubiertos,
de líquen sobre esteras,
yacen ordenados para el conteo exacto,
al ras de unas flores,
de las recién nacidas almas.