Cuando en el colegio asistía a las clases de literatura
me fascinaban los pasajes alusivos al amor pastoril,
donde los enamorados daban carta de naturaleza
a la égloga, en un ambiente paradisíaco.
Mi amor por la literatura fue adquiriendo su cañamazo
al abrigo de esos fragmentos clásicos, que acompañaba
con las ocasionales series infantiles de dibujos animados
que trataban de popularizar las señas de identidad de
nuestras letras, como el Quijote.
En estos tiernos años empecé a deificar a personajes
como Sancho, el Caballero de la Triste Figura, El Lazarillo...
Siempre me destaqué por el buen tino en la elección de mis
lecturas, fui ungido con el crisma de la sabiduría literaria,
que me ha granjeado placeres inusitados para la mayoría.
Cuando me decido a engolfarme entre las páginas de mis
imprescindibles me dispongo previamente a cumplir una
especie de eucaristía: Me pongo mi levita de respeto para
estar presentable ante los insignes personajes que van a
desfilar para mí, me sitúo a contraluz para alcanzar el
ambiente preciso y desnudo mi alma para que mi corazón,
y el resto de mis vísceras, estén a merced del festín de
colores y sabores que se va a desarrollar.
Hoy, en mi presente contínuo e imperfecto, acerco todavía
las manos a los rescoldos que mi amor primigenio a las
letras dejó en mi memoria.
Me reconozco un saltimbanqui de la fantasía libresca...