La náusea se apoderó de Sebastián tan solo posar
el primer pie en el escenario.
Él siempre confió en la capacidad de su lira pero en ese
momento... no tenía explicación...
Su alondra siempre dispuesta a cantar, aunque no fuera
de mañana, se hizo de rogar esa misma noche, cuando
más necesitaba de sus trinos.
Se sintió como desvalido desde la primera nota pero se
revolvió contra la desgracia que se atisbaba próxima,
invocó a lo más acendrado y profundo de su arte y,
finalmente salió airoso del enorme trance; era la prueba
del ser o no ser en el mundo de la Lírica.
Aunque a la luz de las candilejas se sentía siempre como
en su casa, Sebastián, esa noche precisamente, se supo
huérfano, como el bebé que es abandonado por su madre
al socaire de las estrellas sin otro motivo que la sinrazón y
el ofuscamiento.
Cuando terminó su aria favorita, Nessun dorma de Turandot,
las flores volaban sobre el lugar que ocupaba en el escenario
como las langostas mosaicas que salieran en tropel sobre la
ansiada cosecha. Fue como elevarse a los cielos y recibir de
Dios la gnosis esencial del Universo, repleta de perfumes e
inciensos solo reservados a los que besan la magia de la
excelencia.
Pronto se dio cuenta Sebastián de que el cielo no existe y
que la mentira es nuestra mejor compañera, porque aunque
sea hostil es verdadera.