Hoy estuve en mi vieja casa de mi pueblo noble.
Caserón que se quedó en su pasado alegre.
Aquella casa que la vio saltar la verja
para adentrarse en el traspatio,
escenario de sus sueños más queridos
me contó mucho de ella, cuando niña,
cuando trepaba el árbol frondoso,
para tomar el fruto jugoso, de suave pulpa
y sabor prodigioso. Los mamones de mi casa.
Aquellos corredores con el tinajero,
envuelto entre musgos verdinegros.
Y en la cocina, su rincón preferido,
donde terminaba el sueño interrumpido
por el clarear del nuevo día,
sostenido en hilos de chinchorro
colgado en paredes de bahareque
en pisos de tierra, como piedra pulida
y el olor de recuerdos de un fogón atizado
dentro de la penumbra de tiempos idos.
La casa me habló de ella, en este día.
Me sacudió la tristeza asomada en mi rostro
cuando me hizo ver que en cada cosa
que conserva, colgadas de las vigas en lo alto
ella también permanece, con su esencia suspendida
y su espíritu alegre, contador de historias guardadas.
La casa, cuando cerré el añejo portón
de goznes quejumbrosos y persistentes,
dejando atrás aquel ambiente ya pasado,
me dejó oír la risa alegre y emotiva
de cuando mi madre era una niña.
Pero ya no volteé a mirarla otra vez,
porque esa risa se vino conmigo,
sostenida en los jirones de mi alma.