Es solamente el asombro de
extraviarse en el mapa fabuloso:
los llanos y los montes repartidos
como manchas de luz y de penumbra,
el derrotero ambiguo de los ríos
perdiéndose en la sed de los desiertos,
las fragorosas costas hostigadas
por la tribu inhumana de las orcas
de femeninas voces. Sotavento,
protegido, un embarcadero: el hombre
que desembarca allá con su caballo,
un caballero andante, armado, puede
coger la senda del bosque y meterse,
perdiéndose, en el monte. El puente vibra
bajo los cascos del caballo: está
en el mapa el sonido como el eco
de un cuerno que se pierde en el paisaje
desordenado. Si sigue el camino,
el caballero llega a un claro: huertas
y trigales y, más adelante,
los muros de un castillo: se detiene
el caballero y mira. Se levanta,
en el mapa, además de los castillos,
de todas las aldeas fortificadas,
más allá de los campos y los bosques,
en el exacto centro, un cerro, donde
está el árbol del mundo: en otra historia
será el Calvario, pero ahora solo
es el punto en el que, si alcanza a
llegar hasta allá arriba y se detiene
frenando su caballo, el caballero
mira a su alrededor y trata de
poner en orden la desaforada
geografía de la mente, la casual
presencia de las cosas que no tienen
significado de por sí: la piedra
que cayó en el valle desprendiéndose
de una cuesta empinada, el humo que
se alza de una chimenea a la orilla
del lago, el centelleo del agua cuando
transcurre el viento. En el mapa, si miras,
junto con el jinete que se dobla
en el cuello de su caballo, está
el firme eje de las simetrías,
la discreta potencia de los signos,
los símbolos y sus correlaciones.
Con asombro me miro en este espejo
que es el mapa y me voy reconociendo.