El invierno llegó como siempre:
taciturno, gélido y, por demás,
muy triste.
Las horas transcurrían como el
misterio que vaga sin destino
por los intersticios de los
sueños eternos.
Las aves se alborotaron en el
instante mismo en que cayeron
las primeras hojas.
Todo el espacio, insondable
y húmedo, pareció cubierto de
un gris metálico impenetrable.
Percibieron al mundo inocuo,
disperso y carente de un rumbo fijo.
A través del viento errante
escucharon las voces de los hombres
que aniquilaban la paz con
arcabuces oxidados.
Sobre las aguas,
estremecidas por la inseguridad
de los pueblos,
embarcaciones negras buscaban
fanales en puertos olvidados.
Pero bajo las nubes negras,
así como en todo el relumbrón
del horizonte,
era evidente la temerosa desolación,
y eso agitaba el alma
de los navegantes.