¡Por fin puedo despanzurrarme en mi sofá nuevo!
dijo Esteban en cuanto sintió el contacto de su espalda
con la mollez recién estrenada de su nueva adquisición.
¡Espero que no me molesten durante al menos una hora!
Fue un momento comparable a un orgasmo cósmico que
se reduce al absurdo de la dicha.
Al poco del comienzo de una película que encontró en medio
de la selva televisiva, al alcance de una especie de espada
láser, recibió una llamada telefónica que estuvo a un tris de
rechazar pero que la curiosidad movió su dedo pulgar sobre
la tecla verde.
¿Diga, Digaaa, Digaaaa?
No recibió respuesta, ni siquiera un ronroneo de interferencias,
colgó el aparato entre signos de interrogación.
Volvió a la película reclinándose en su adorado sofá, pero con
un escrúpulo en la mente, una piedrecilla que, como garbanzo de
cuento, no le permitía sumergirse en la molicie.
No pudo por menos que suspender la sesión por falta de atención,
se levantó de su paraíso para dirigirse a la cocina, se refugió en la
fragancia de un zumo de tomate con un gesto de pimienta, deglutido
con la mirada perdida y se fue a posarse sobre su humilde jergón
sabiendo que el sueño brillaría por su ausencia.
¿Y si fuera alguien que solo quería comprobar si el domicilio está
habitado, o alguien que me está vigilando entre bambalinas esperando
dar el zarpazo en plena conversación con morfeo?
Asistió Esteban a un concierto nocturno de fotogramas de terror, cuyos
figurines prefiguraban un desenlace inevitable...