A veces, como muñecos de trapo
aprendiendo el silabario, tropezamos
y, en ese traspiés, nos sentimos niños
al borde de la fatiga de la tarde
cuando al día ya no le cabe la esperanza.
Y, entonces, nos acuclillamos para urdir
a solas esos tibios recuerdos,
recién nacidos en vísperas de gloria,
para suspirar con cada verso que amanece
fondeado en esos sueños sin puerto
que en nuestro delirio no atrapamos.
Trazamos el amor entre las líneas
de las manos, en el desnudo pudor
que, con cada trémulo gesto, nos invade,
en la ternura que, aún bisoña, aprende
en la caricia el camino hacia la piel.
Nos atamos a distancias sin sentido,
esperamos, sin dudar, a que el viento
separe las aguas, y navegamos
entre estelas de islas errantes
para escucharnos creando universos
allí donde el rumor de las aguas
deja nuestros cuerpos del barro desnudos.
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