Cada latigazo, cada golpe;
cual música siniestra sonaban al contacto con su piel;
aquella lacerada por el tragin de la terrible aventura; más
su cuerpo no reaccionó ante el dolor.
Uno tras otro fulminante el látigo sonaba, más
ni una lágrima, no había señal física de dolor.
Desesperada anhelaba sentir aquello, pero a cambio
desde sus hondas entrañas, el centro de su pecho
o lo profundo de su conciencia, un desgarrador grito brotaba;
desesperándole, ahogándole en el suplicio excequial; al punto que
de haber creido en la existencia del espíritu
se hubiese atrevido a decir
que el dolor que fluía...
era solo del alma.