Berlioz
Me miraron aquellos orbes,
Esferas de naranjilla,
Indagaron en mi alma,
Esos globos que desentrañan,
Cuyas pupilas rasgadas,
Puertas negras del misterio,
Devuelven en mí la vida,
El rojo de mis labios,
El rosa de mis mejillas,
El brillo de mis ojos,
Y la sonrisa de mis días.
Erguidas y atentas sus orejas,
Bailan a la cadencia de mi voz,
Cuales velas de un velero,
A la par del viento veloz,
Lo miro oír,
Oír lo miro,
El corazón me empieza a latir,
Y el júbilo me empieza a surgir.
Tostada y fresca su nariz,
Colorado y suave su morro,
De los negros redondeles de su beso,
Antenas blancas, semilunares, de queso,
Me tramitan ondas de empatía,
De intuición, de alegría,
Y recibo en mí,
El “no te preocupes, ya estoy aquí.”
De rechonchas patas atigradas,
Se desliza sobre gomitas de chocolate,
Dejando atrás un dulce y esponjoso paso,
Que me invita a la paz,
Al deseo de un abrazo.
En su hálito de salvaje africano,
En su aura dorada,
De tigre pomposo y macarela de azabache,
La vida duele menos,
Y los días más amenos.
En su mirada y en su ronroneo,
Armonía es lo único que veo,
En mi ser yo siento,
Que el océano en mi corazón
Ha apaciguado,
Que el cielo en mi mente
Ha despejado,
Y este niño con cola anillada
Es la vida que yo necesitaba