Mallez

La acusada

 

La mujer que yo acuso, señor Juez,
es la misma que en otrora ocasión
pintada de labios tan encendidos
que aun en la sombra se veía tan clara
y tan codiciable como una manzana
con un suave perfume que tanto atraía.

La misma que ahora acuso ante Usted
por su inquisitiva mirada y reputación
me invitó a conocer sus amores vendidos
para que en un breve tiempo le pagara
lo que realmente era o le venia en gana
ajustando apenas con lo que traía.

Porque cuando del trabajo iba a mi casa
y pasaba cerca de ella en aquella esquina,
me hablaba como un susurro: ¡Qué sorpresa!
ante todo el bullicio, ante todo el ruido,
que de las calles y las grandes villas
nos aturden y agobian durante el día.

Como la banqueta era pequeña, que me abraza
y con su brazo libre me empujó a la pared
donde inesperadamente me sentí su presa
y una víctima ante el gran descuido
por verla firme sobre sus zapatillas
y ante el gran escote que mi mirada atendía.

Como en todo Tribunal, y en toda casa,
la justicia se merece uno señor Juez.
Esa misma que a todos endereza
para que cada quien sea movido
a hacer lo recto y no ande a hurtadillas
como el ladrón que se esconde de la policía.

Muy bien! -replica el Juez con su sapiencia -
Es justo que la Ley merezca se aplique
como debe ser en todo caso como el suyo.
Que vengan los testigos y rindan testimonio
de lo que ahora por esta mujer Usted acusa
y ante la cual el Jurado escucha atento.

Sólo es mi palabra la que con toda prudencia
merece que ante Ustedes todos replique
como aquella luna, y aquel murmullo,
en el que la acusada afectó mi patrimonio
cuando seducido por aquellos labios, aquella blusa,
sonreía tan nervioso, pero tan contento.

Entonces como singular testigo y soberano
de lo que entonces sucedió, y ahora explico,
sugiero una pausa para dar tiempo y descanso
a lo que entonces me causó tal desconcierto
para que todos tengan en mi dicho la atención
y acomoden las sanciones que deban aplicarse.

Sea pues el Fiscal ahora quien levante la mano
y me represente por ser ese su oficio -me explico-
y exija el peso de la Ley que yo no alcanzo
a aplicar con mi voluntad, por ser todo esto cierto,
porque la justicia es, sin alguna adulación,
la que deba sobre todo y ante todos imponerse.

Señor Juez - replica el Fiscal con suma entereza
de saber su oficio y representar a la sociedad
a la que, sin duda, se debe a sí mismo -:
La sociedad se siente muy herida y violentada
por una mujer que se haya en la banqueta
y por las noches comercia su lisonjero amor.

Aunque parezca a los presentes de suma rareza
un caso como éste, aunque hay otros igual,
atendámoslo ahora, como si fuera lo mismo,
un caso que por su gravedad menos agravada
por ser tan común lo mismo me inquieta
como aquellos que en otro tiempo fueron peor.

Sua culpa, el primer alegato de mi defensoría.
Sea la acusada traída con el mismo atuendo
para que todos, en su visoría, sepan la acusación
del representado y agraviado susodicho éste
por el que todos somos representados
y por el que todos buscamos se haga justicia.

Señor Juez y del Jurado he aquí mi teoría:
Henos aquí que sin querer, y sin querer queriendo,
y sin que sea esta la mejor ocasión
en que procuremos la justicia a un hombre como éste
nos hallamos todos los aquí congregados
en una estricta disciplina como en la milicia.

He aquí a la mujer que en su necesidad
su cuerpo vende con disimulada desnudez
y atrapa y engaña a hombres como el que ahora acusa.
Señores, aunque seamos por educación diferentes
por moral somos como compete a uno mismo.
Hagamos justicia a la acusada en este Tribunal.

Tenga pues el Jurado sus argumentos por igual
para que sea el veredicto por el que el Juez
condene a la mujer, mientras acomoda su blusa.

¡Cuántos hombres hay que se olvidan de ser indulgentes
y en sus quejas llevan su mal consigo!
Para la prudencia siempre habrá un merecido lugar!