En su cabeza, ya casi no aquieta el mar
(por eso sus tempestades)
le ruge los días enteros
el silbo de su versar.
Desde que los poemas decidieron
volverse sombra y anhelos
y hurtarle el vaivén a sus olas
para surfear con sus musas.
Le ven esconderse en el bentos,
temiendo que sus neuronas
confundidas como riberas
atraigan a sus escritos
para sepultar sus ocasos.
Dicen que entonces evaporarse
es un recurso obligado
del alma del pobre bardo,
inventado para reeditarse
y no morir postergado
como mueren de a poco sus versos.