Despertamos los dos sobre el mármol de un cementerio, la brisa de la soledad cabalgaba el silencio haciéndolo ébano tostado de desierto.
Miramos un palmo sobre nuestras cabezas y vimos un poeta que colgaba como un péndulo humano oscilante e impertérrito.
De pronto se descolgó su sombrero y cayó sobre nosotros como un marchito pétalo de rosa montaraz.
No comprendíamos aquel cuadro, ni aquella escena espeluznante y vulgar.
No había más nadie, y el sol y la luna al unísono parecían brillar; podías ver mis huesos yo podía ver los tuyos, no sé qué día es ni en dónde se emplaza este lugar.
Despertamos confundidos desnudos de carne y de memoria, como fantasmas caminantes en la ojeriza de una bujía de alquitrán.
Miramos un palmo sobre nuestras cabezas y vimos una poetisa que colgaba como un péndulo humano vacilante, como las olas del mar.
De pronto se descolgó su sombrero, su corpiño y cayó sobre nosotros su cabello desgarrado y fugaz.
No comprendíamos los motivos no aproximábamos la razón, de aquel obituario sin sentido, de aquella obtusa ilusión.
Tú podías ver mis huesos y yo tus vértebras y tu creciente ansiedad, navegando en un lago de sirenas, que matan el tiempo sin piedad.
Y en un instante aparecimos colgados tú y yo, como aquellos que vimos al principio de este cantar.
Los cuervos vinieron y con tus restos, festejaron el fin de un soneto falaz.
Vinieron las hienas y las hormigas, las cigarras y en tus ojos avispones hicieron un grotesco panal.
Allí mismo nos empezamos a mecer como estandartes violentados por el vendaval que subyuga las astas.
De pronto se descolgó tu sombrero y tus restos fueron troceados por la Parca, aquella ánima sola que consume su destino en la oquedad.
No comprendía por qué te ingirieron, por qué te consumieron con sádica fruición y veleidad.
Entonces caí en cuenta que estaba muerto y después de la vida mi vida se volvía otra vez a terminar…
ROGERVAN RUBATTINO ©