El vuelo del cárabo me despierta de madrugada,
el roce de las sábanas me ortiga, tu ronquido me
da envidia y el reloj de cuerda es un diapasón como
gota de agua que me ahoga sin poderlo parar.
La noche es metálica, el hueco de mi paladar
se seca, es metálica como se desnuda el cubierto
en la cena, es metálica como la luna refleja por
la ventana su llanto, si no, a qué tanta
luz si no fuera metálica. Y tú roncando...
Se me atora el grito en la garganta y no soy capaz
de expulsarlo. Sea por despertarte, sea por una presencia
que no advierto a precisar, las cuerdas insomnes
me aprietan tobillos y muñecas y no me sueltan...
Despacio, respiro más lento, que el vientre amanse
el fuelle de tanto fuego y, ¿cuándo me incendió por
dentro... cómo perdí la razón en la cena mientras
estábamos discutiendo?
Necesito que mi sollozo se haga más pequeño, que
las costillas trémulas en la desventura sugieran un
un bostezo, porque la prisión de mi tálamo se ha hecho
demasiado grande para lo que me está ocurriendo.
Tengo miedo a la bestia negra que vivía bajo el somier
cuando era pequeño, cuando mi madre me decía:
\"A ver si te haces grande y te pierdo de vista\".
Quizás no fue el cárabo el que me desveló y fueron
los ronquidos de tus fauces, las mismas que me asustan
en la cena afirmando: \"A ver si maduras de una vez,
Fernando\".