Es temporada de cometas en la ciudad.
No llueve. Por las tardes, los vientos soplan muy fuerte, aprovechando de esto los niños para hacer volar sus multicolores cometas a cielo abierto. Todo espacio es bueno para hacerlo: corrales, chacras, pequeños cerros, parques o, incluso, las calles que casi siempre están desiertas. No existían muchos autos en mi pequeña ciudad en las épocas de mi infancia. Incluso se organizan competencias en los barrios, a ver quien hace volar su cometa a una mayor altitud o distancia.
En aquellos tiempos las cometas se hacían en forma artesanal. Desde las más simples, hechas con hojas de cuaderno; hasta las más sofisticadas, en base a listones de carrizo, papel cometa y plásticos multicolores.
Era todo un arte preparar una cometa.
Desde muy pequeño, yo observaba como los niños mas grandes se valían de los recursos existentes para lograr verdaderas obras de arte ante mis ojos. De todos los colores y tamaños, algunos se valían de pequeños retazos de trapo para fabricar la cola, que daba el equilibrio necesario para que nuestra cometa se mantuviera en el aire.
Aún no había tenido una cometa propia.
En el colegio, los otros niños de allí, me enseñaron a preparar una simple cometa de papel. Con una hoja de cuaderno, un trozo de papel higiénico y una pita cualquiera. Una simple cometa de inicial. Fácil de hacer volar; pero, no se podía elevar mucho, ni mantenerse largo tiempo en el aire. Aún así cumplía su propósito: hacernos divertir por un buen rato.
Es así que, en un fin de semana cualquiera, no recuerdo si sábado o domingo, no había ido al colegio. O quizá me hice la vaca. Eso no importa. Estaba yo en casa, jugando un rato frente a la puerta de mis abuelos. Noté que algunos niños mayores estaban volando sus cometas en uno de los cerros que se encontraban cerca al lugar donde vivíamos.
Debía de tener no mas de ocho años, quizá menos.
Probablemente quedé anonadado mirando como los otros muchachos hacían volar sus cometas, pues no noté la presencia de mi abuelo. Recién me percaté de él cuando, con su filosa chaveta en mano, se dispuso a alisar dos varillas de quinua seca, dándoles un tamaño adecuado. Para luego, entrecruzándolas, unirlas por sus puntas con un pedazo de plástico azul que había traído consigo. Para este menester utilizó un gran pedazo de hilo pabilo tratado con cera de abeja, que utilizaba para su trabajo de talabartero.
Mi gran abuelo, siempre con una canción en los labios, con su mirada serena y alegre, sus ojos bonachones y vivaces, estaba a mi lado preparando una hermosa cometa azul. Luego se trajo un buen trozo de tela de la abuela, y con eso fabricó la cola de mi nuevo juguete. Anudó todos los hilos y luego, con una gran sonrisa en los labios, me la dio para poder correr con ella y ambos echarnos a volar.
La cogió en sus poderosas manos, la puso en alto y a una orden suya eche a correr como loco con el hilo que ataba a mi nueva cometa en mis manos.
— ¡Corre, Pepe. Corre!!
La pequeña pero hermosa cometa azul, confeccionada por mi abuelo, remontó en vuelo majestuoso por los aires serranos de mi natal tierra. Me sentía el ser mas dichoso del planeta entero. En mis pequeñas manos tenía un portentoso juguete que se elevaba majestuoso retando a todas las demás criaturas voladoras del cielo.
Mi abuelo me dio alcance, y me ayudó a mantenerla volando. La pequeña cometa azul se confundía con el hermoso cielo de nuestra ciudad. No recuerdo mucho de lo demás. Se enredó varias veces, tanto en los árboles como en los postes y los cables de alumbrado público. Mi abuelo se encargó de rescatarla tantas otras. No sé como terminó. Quizá fue a parar en una hoguera cualquiera, o reciclada para algún otro fin. Eso no importa ya.
Lo que importa es que de mi memoria nunca se borrará la imagen de mi querido abuelo fabricando mi pequeña cometa, y luego ayudándome a hacerla volar. Mi pequeña, pero hermosa, cometa azul...
Aún te extraño, mi querido abuelo...