I
Fallé.
Mis lágrimas eran uvas negras como la
muerte.
Un aullido envenenado
se sumergió conmigo en el fondo de un reloj
de arena.
Nadie me veía.
Nadie escuchaba.
Mis amígdalas no emitían sonido alguno;
ebrias de dolor,
inconexas,
errantes,
vacías.
Fue el eco en el rompeolas de mi corazón
el que me encontró una mañana en la orilla
del desierto.
Helado.
Quemado.
Doliente.
A la deriva.
Me habló de cosas que no recordaba.
Del tiempo perdido.
De las noches sin luna.
De los días sin cielo.
Ausente.
Divagando.
Sin rumbo.
Perdido.
Buscando el oasis de la luz en la oscuridad.
Caminante sin pisar el suelo,
vivía en una nube dentro de un rayo
que tardó años en tronar.
Entonces:
Rompí el hechizo.
Recuperé el aliento.
Dejé de ser cómplice de la compasión
y emergí de nuevo.
Rompí los espejos que me unían al abismo
y desperté.
Juré que nunca más caería en brazos del
delirio
y mecí mi alma
Acaricié los labios de la armonía
y renací.
El eco se despidió llevándose consigo
las cenizas.
Llenando de savia mi hipotálamo.
Partió cantando como un elfo,
y mientras se alejaba,
salieron amapolas de mis ojos,
atriles de mis dedos,
y un arpa masajeó mis vértebras.
Desnudo y sin mácula
sentí el roce de su cuerpo invisible
mientras acariciaba las teclas de mis
dientes
y salieron arco iris de mi boca.
Un olivo y una encina me cobijan en su aura.
II
Alguien quiso cortarme la luz
Pero yo estaba amaneciendo
Mirando los espejos en el rompeolas.
Poema de Joaquín Lera incluido en su libro "La fragilidad de los espejos" dentro de la colección de poesía La voz de Calíope de la Edtorial Mandala & LapizCero