I
Sin moverme aún de estas arenas, es a ella a quien más recuerdo.
Emma, a quien conocí una tarde de lumbre en pleno agosto, se me escapó como humo entre los dedos y dejando un tormento imposible de sortear.
Ya cuando me había acostumbrado al mover de sus pasos y a la fragancia de su cuerpo, ella empezó a dejarse llevar por unos pies de gacela y por las ansias de un mundo ambientado en colores y en imágenes sublimes.
Desde entonces, estaba en la plaza, a orillas del mar contemplando el espumarajo blanco, en el vergel cortando flores, absorta en la aurora, siguiendo el movimiento de los pájaros, el sonido del viento y los trazos grisáceos del firmamento.
Un día me dijo:
-Amo la lumbre y el zigzagueo de las gaviotas.
En verdad le fascinaban las hebras doradas del sol cuando se perdían tras las montañas.
Sobre la roca permanecía inmóvil, lejana, perdida, traspuesta y olfateando siempre el curso de la humedad.
Era un ser astral, de un perfil caprichoso y misterioso.
Su piel era blanca, con los ojos de miel y tenía un pecho vasto, el pelo revuelto y un aura de ave taciturna.
Su altura era como la de una palmera real.
Yo contemplaba cada uno de sus detalles, cada vez más inagotables, y absorbía con avidez el olor de sus manos empapadas de pétalos recién salidos.
Fue intensa la relación, pues sin tregua la amé en tiempos y espacios distintos.
Un mes de mayo vi a Emma pararse bajo la cornisa con un jarro de peltre.
Desde pequeña su madre le había enseñado que el agua lluvia era la más pura del mundo.
Cuando el día era de truenos y relámpagos, lo pasábamos mirando los goterones que bajaban de sesgo y que golpeaban agudamente la techumbre.
Decía:
“La humedad cala mi cuerpo”.
Entonces buscaba refugio en mi pecho como paloma asustada.
Yo aprovechaba para sentir el calor de su ser tierno y suave como lana.
Imploraba que no pararan los relámpagos ni la lluvia.
Un día descubrí varias pecas.
Me dijo:
-Cuéntalas.
Con paciencia lo hice.
Algunas costó trabajo encontrarlas. Eran puntos casi imperceptibles en la inmensa extensión de su belleza.
-¿Te gustan?
Le respondí:
-Son como estrellas en el ancho cielo.
Era serena. Yo estudiaba sus partes verticales y horizontales. Buscaba y rebuscaba vericuetos intentando siempre dar con algo. Ya no había resquicio oculto. Con la cara sobre su ombligo, tocaba con las yemas su nariz, las cejas y la boca.
El jazmín frente a la casa se enredaba en el olor de su piel.
Cuando la lluvia paraba, los pájaros llenaban las frondas de los laureles y de los almendros. Saltaban de rama en rama y saturaban el aire de canto.
Y cuando por entre las nubes se filtraban rayos de sol, la tarde se hacía resplandeciente y cálida. Desde cerros distantes bajaba en el aire el olor a monte y a tierra mojada.
A oídos llegaba el desborde del río y de los arroyos. Era un sonido profundo, agudo y hasta misterioso.
Pero ella era fuerte y maciza.
No necesitaba de artefactos para descifrar las horas del día y la ubicación de los astros.
Lo sabía por el tono de la sombra y los giros del viento.
Amaba el orden de las cosas.
En la casa cada objeto estaba en su espacio apropiado. En silencio recogía las piezas dejadas en los pasillos y habitaciones.
Nada en la vida estropeaba su paz.
Su alma era limpia y lidiaba los detalles con paciencia y buen sigilo.
II
La primera vez que la vi tenía una rosa roja atada al pelo y mojaba las flores en el espacioso jardín de su madre. Era una mañana clara y limpia cuando yo bajaba de la plaza tarareando una copla aprendida a inicio de la existencia.
Ella entre los lirios con la mirada tierna y un tanto altiva, era como diosa coronada.
-¿Cuál es esa?-le pregunté.
Fue más bien un pretexto para justificar el imprevisto encuentro.
Me dijo:
“Es una ardisia. Esa es la preferida de mi madre.
-¿Cuál es tu nombre?
-Emma. Emma Montiel.
No pude estar tranquilo ante sus inmensos ojos, el color amapola de su boca y las manos lánguidas y largas.
Toda ella se metió dentro de mí como el flechazo del relámpago.
Hasta el aire del que estaba hecho su nombre atravesó mis oídos y se quedó para siempre.
Pensaba en ella desde el crepúsculo hasta la aurora.
La imaginaba entre las estrellas y junto al vuelo de las águilas imperiales.
Una noche soñé que la esperaba en un puerto cuando regresaba de lejos en un barco negro y gigante. Luego la vi sobre nubes blancas y mirándome con unos ojos de serafín solitario.
Estuve atento al horizonte mientras el frio azotaba el puerto de anclas oxidadas.
Pero soporté el infortunio hasta sentirla llegar con su olor a ébano y un aire mucho más tierno y fresco infundido por los pueblos visitados.
Tan pronto sus labios tocaron los míos, algo extraño empezó a ocurrirme, algo así como el fuego de un volcán siniestro.
No quería que nada se interpusiera entre los dos.
Adopté la aptitud de un minero frente al cofre encubierto.
Puse muchas cosas a un lado mientras ella se convertía en el objeto primordial de mi aspiración y esperanza.
Mis viejos amigos me sintieron extraño, bohemio y un tanto díscolo.
Ya no iba a las tertulias, al cinema, a los domingos de pocker ni a las aventuras furtivas.
Un día le dije a mi padre que amaba a Emma con el alma.
-¿Y qué de Elena?-preguntó.
Le dije:
-El amor es como el viento en sus giros. Y nadie ha de ser juez del corazón con sus quimeras.
Elena era taciturna y apacible pero todo en mi giraba en torno a Emma.
III
La boda fue una noche de un diciembre frio y solitario, justo cuando los árboles empezaban a sufrir los estragos del invierno.
Afuera, por entre los huecos del santuario, que aún conservaba el aspecto de los siglos idos, las palomas acurrucaban sus polluelos.
El campanario saturó la plaza llegando hasta donde descansaban los héroes cubiertos de baldosas estropeadas por pisadas.
Era un domingo lleno de olor a resina de puerto y de voces de caminantes.
IV
Emma era cándida y suelta.
Me dijo:
-Mi primera noche será como siempre soñé.
Entramos a la habitación en el ocaso de la luz crepuscular. La noche estuvo cargada de estrellas y de una luna salpicada de siluetas.
Era intenso y vivo el sonido de las aguas estrellándose contra arrecifes y faroles.
Y ella, en aptitud tierna y mansa, dejaba que la amara con el ardor de un molinero bruto y servicial.
-¿Te gusta?-preguntó mientras buscaba sus ojos en la penumbra taciturna.
La sentí profunda, manejable y con una disposición difícil de imaginar a su edad.
La amé entre el ruido del mar, el ronquido del viento y la sirena de un barco en la oscuridad.
V
Emma se levantó antes del amanecer.
Me tomó de la mano, abrió la puerta, haló un taburete y se sentó ante el sol. Con el brazo en mí cuello y la frente contra la mía la sentí frívola, tibia y extremadamente activa.
-Pronto escucharás las gaviotas-me dijo-. Ya las verás.
Su voz reavivó la fiebre del amor mientras un humo vaporoso empezaba a emerger de las aguas adormiladas.
Sentado, y sosteniendo su peso enloquecedor, miramos el vuelo de un buitre cenizo.
Con sus gigantes alas subía, bajaba, subía, bajaba, venía y, luego, se quedaba sereno jugando con el fluir de las corrientes.
En el espacio suspendí a Emma cuando íbamos a la cama. Se abrió como los pétalos saludables de una rosa silvestre. Temblé como un pobre hombre aturdido por la ebriedad.
Al final de los despojos nos sumergimos en la alberca, y vació aceite en mis manos para que le frotara los nudos de la piel. Descubrí su raya neta bajo el ombligo que era redondo y moderadamente profundo.
Un día le pregunté sobre el misterio dibujado y sólo me dijo:
-Así es de caprichosa la naturaleza.
Era juguetona como loba en la manada.
Me gustaba el pelo sobre el pijama rosado y que se tendía al igual que los rizos de la Medusa.
Con su porte espigado y aristócrata imponía un sentido de poder y autoridad.
Siempre inagotable. Mientras amor le daba, más amor deseaba y sin caer en las trampas de la rutina.
VI
Yo tenía dos años más que Emma.
La historia de su vida me la develó poco a poco.
“Cuando nací llovía a cántaro”, me dijo.
Siempre que contaba algún detalle de su pasado la sentía en una bruma de nostalgia.
Hablaba queda, pausada y como si contara la historia de unos días remotos, perdidos y muy extraviados.
Las palabras salían empapadas de lágrimas y ajustadas a las pautas del tiempo.
Sus mejores momentos para hablar era en la aurora, durante el crepúsculo y en los días de nieblas, cuando se tenía el escándalo de los pájaros negros.
De vez en cuando se paraba para llamar la atención sobre algo que repentinamente la inquietaba: un recuerdo momentáneo, una flor marchita, el color de las nubes, el olor del polvo mojado, el sonido del viento entre banderas de plegarias…
Tenía intuición en las cosas. Cerraba los ojos, aspiraba el aire y, luego, nombraba los objetos por el olor y el peso del calor emitido.
-Escucha-me decía, poniendo un dedo entre los labios y alcanzando el vacío distante.
Decía que sobre las aguas del mar vagaba un presentimiento lúgubre y terriblemente funeral.
Entonces yo cerraba los míos y empezaba a buscar el rumbo de las olas.
Cuando pequeña, a Emma su madre le había atado un cinto escarlata en el vientre.
Un mayo ventoso la bautizaron en la iglesia con un traje blanco y unos zapatos rosados. Fue un día de farolas de globos, guirnaldas de papel por las calles y de un estruendoso reguero de música en el pueblo.
Su hermana mayor siempre la cuidó con la reciedumbre de persona mayor para librarla de la estolidez de la vida.
Sobre el dintel de la puerta su padre colgó un ramo de avellano para torcer el rumbo de los males de los ojos y el de los perversos espíritus nocturnos. Lo hizo desde cuando el pueblo amaneció escandalizado por la mujer que derribaron en el atrio de la ermita.
-Era a mí a quien buscaba-dijo Emma-. Pero nunca lo he creído. Las abuelas no son brujas.
Un día me habló del primer amor que llegó a su vida. Aunque lo hizo resueltamente, me pareció un acto ingenuo. Me mordí los labios y aguanté los pálpitos del corazón para no morir de rabia y pesadumbre.
“Cosas de locos”, me dijo intentando justificar las travesuras.
Viajaban juntos a la escuela y compartían el mismo espacio en el salón.
Cuando iba al parque, ella lo invitaba. Tumbados sobre la hierba verde intentaban descifrar figuras entre las nubes pasajeras.
-Era hermoso-me dijo-. Veíamos campanas gigantes, estrellas solitarias y hasta los ojos de Dios.
-Olvídalo-le dije abruptamente y con una cierta vehemencia.
Intentaba vaciar el corazón de algo inocuo y lejano.
Cuando cumplió los doce años, se encontró en plena revolución.
Eran los tiempos en que los amarillos asaltaron el poder mientras los rojos buscaron desplazarlos a tiros y culatazos. Fueron los tiempos más difíciles de la patria.
Ella estaba en casa de su tía en la zona colonial. La capital era un cementerio de hombres despedazados por la espada y la pólvora.
El general grande había ordenado que las familias abandonaran las cercanías del río y los
aviones de guerra, con calaveras de muerte pintadas en sus frentes, atacaron los polvorines y los puntos cruciales.
Montados en la parte trasera de los camiones alemanes, soldados verdes trasladaron prisioneros
hacia senderos desérticos donde formaron pelotones de fusilamientos.
Una tarde, con precisión a las cuatro, un cañón despedazó el campanario de la iglesia en la plaza.
-Estuve aterrada-me dijo Emma-. Fue como el juicio final. A mi tía se le desparramó la bandeja con las tazas y solo atinó a pedirme que me resguardara bajo la mesa. Me tapé los oídos y empecé a rezar.
“La guerra es un gran disparate: destruyen las cosas para tener que reconstruirlas con el corazón adolorido y el espectro de la desolación”.
Ella vio la rambla alborotada y el suelo lleno de hojas revueltas, y con las manos en las cabezas a las madres que lloraban sus muertos atravesando calles teñidas de sangre.
Pero a pesar del peligro y el desquiciamiento, a Emma la deslumbró la ciudad. Su madre la complació con la condición de visitarla cada diciembre y preocuparse por los buenos modales.
Se inscribió en el colegio La Divina Misericordia y siempre se le veía atravesando los adoquines con el uniforme impecable.
-Los días de semanas eran difíciles-dijo-. El rígido rigor de las monjas y la madre superiora permitía poca cosa. Pero los domingos, y durante las patronales, aprovechaba para mirar las vitrinas y sentir el olor del jazmín a orillas del río.
VII
A Emma le gustaba peinarse cada mañana poniendo siempre atención al aire de la ventana.
Me dijo que quería una mascota.
La tarde en que llegué con la paloma en su percha la miró con ternura.
El ave se acostumbró tanto a ella que siempre estaba a su alrededor y enredada entre sus pasos.
Emma se entretenía fabricando pulseras de cuero, armando complejos rompecabezas y tejiendo calcetines de lana.
Dormía a fondo y con el relicario en el pecho.
Muchas veces sentí su alma como el recuerdo de otro tiempo. Ella sabía estar entre los vacíos del silencio y el olvido.
En acuarelas curadas pintaba caracoles, montañas lejanas, trigales sólidos, arroyos caudalosos y trazaba imágenes subjetivas.
Su espíritu fino y delicado la hacía fijarse en los detalles más insignificantes de la vida.
A un mercader le compró el cuadro de una mujer solitaria que reía con las manos llenas de margaritas, y lo puso en la sala junto al reloj artesanal que anunciaba cada hora mediante el canto de un búho tirado por un resorte. Los ojos de la imagen revelaban el misterio de un alma atravesada por una profunda melancolía. Sin importar hacía donde se pusiera el rostro, su luz era siempre envolvente. Tanto así que una noche mientras atravesaba la sala en la oscuridad, sentí que alguien espiaba.
Dentro de un antiguo arcón Emma tenía pendientes, una alheña disecada y un manojo de mirra oriental. Esto último fue siempre su mayor recurso de atracción.
Con sus pasos cadenciosos, y protegida de la luz por el paraguas, ella salía a la tienda de los árabes donde compraba hilos de colores, botones y agujas de hilar.
Por las noches, cuando el frío azotaba sin piedad, yo me arropaba con su pelo y me arrullaba en el aroma de su pecho.
Siempre tuvo por costumbre ir a la cocina antes de acostarnos para preparar un té y hacerse de un vaso de agua.
En este mundo no había un ser tan sensible como Emma. Un día de primavera la encontré llorando porque la lluvia arruinó algunas de sus macetas dejando las flores en completo desamparo.
Su manera de llorar trastornaba profundamente el espíritu. Era como una niña espantada por sueños siniestros. Después de suspirar, de pronto hacia silencio y se dejaba caer boca arriba en la cama.
Nunca tuve la osadía de preguntarle por sus rumbos. Se vestía, tomaba el paraguas y se echaba al camino como golondrina impulsada por ráfagas vientos.
Yo solo atinaba a decir lo mismo de siempre:
-Te espero.
Aunque sabía que ojos maliciosos estaban sobre ella, caminaba con altivez y dominio propio como si desafiara todos los prejuicios del mundo.
Tenía la virtud de concentrarse en los detalles y no en la ordinariedad de las cosas.
Lo único que sí le angustiaba era el cada vez más notable color de la ciudad con sus hiedras salvajes, las paredes enmohecidas y los portones de las iglesias resquebrajados.
Pero llegó a comprender que aquello obedecía a los estragos del mar.
VIII
A los tres años de ocupar la casa, Emma sugirió restaurar su aspecto soñoliento y triste.
Al frente, a una distancia del andén, plantó flores y una fuente de pescaditos dorados que resplandecía con los rayos del sol y las estrellas.
“Espero picaflores y las calandrias de primavera”, dijo.
En la parte trasera cultivó una huerta de verduras y palos frutales.
Así fue como Emma y yo llegamos a los veinte años bajo un mismo techo. La falta de un hijo la compensó con la devoción a las mascotas, las ferias congregacionales y el bordado por encargo. Y eso conservó su fuerza y esplendor.
Además, la intimidad de la casa siempre estuvo disponible a nuestras urgencias imprevistas.
Pero una noche, al buscar el calor de su pecho de pronto dio la espalda.
“Ha sido un día pesado”, dijo sin ninguna compasión y de un modo completamente llano.
Aunque incinerado en las ansias, luché por comprenderla.
Al levantarse me encontró en el mecedor con la cabeza entre las manos y distraído por el resplandor del amanecer.
-¿Café?-preguntó.
Fue una pregunta sin remordimientos, en un estilo natural.
Yo estaba seguro que algo había cambiado en el ámbito del alma y que empezábamos a navegar sobre unas aguas cada vez mucho más profundas y turbulentas.
Se levantaba a deshora y empezó a descuidar las flores y el tejido. Y las canciones de la ortofónica fueron sustituidas por el vacío de los rincones.
Por más que intentaba, no lograba conectar con su capricho.
En los días de guardar dormía hasta tarde. Pero al despertar tomaba el paraguas y se perdía por las calles del pueblo como el sol entre las nubes negras. Y llegaba cuando las gaviotas desaparecían tragadas por los crepúsculos.
Me decía que estaba exhausta y hastiada.
Al acostarse recogía el cuerpo en la orilla de la cama, con las manos entre las piernas y arropada casi por completo.
Mientras meditaba yo sentía el perfume de su piel y la lejanía de su alma.
Se levantaba muy último de mí, se bañaba cuando yo no estaba y mirando por la ventana tomaba el té en soledad.
Cumplíamos las tareas de la vida pero evitando roce e intercambios de palabras y miradas.
No la reprochaba. Solo intentaba descubrir el poder del hechizo. La amaba y quería rescatarla.
En el último diciembre el humor de Emma se hizo peor. Provocaba diatribas por las cosas más sencillas del mundo.
Apostando a una posible restauración del corazón, me distancié de la casa. Creí profundamente en el razonamiento surgido en la fuerza de la nostalgia.
Acudí a viejos amigos, regresé a las tertulias y a los tragos de cantina. Regresaba solo cuando la casa estaba en penumbra.
Pero a ella nada le perturbada.
IX
Todo sintió la influencia del cambio. Ya poco importaba que las cosas estuvieran donde caían y todo moría poco a poco.
Emma pasaba frente a sus seres vivos y era como si no existieran. El gato aprendió a contemplarla en silencio.
El aire se hizo pesado y un hedor a moho se metió en todas partes.
El polvo amarillento se apoderó de los cuadros, las termitas de los estantes, los gusanos de las flores y la herrumbre mortificante de las cerraduras.
Yo divagaba como las tiras del viento que dan contra banderas de plegarias.
Olvidaba donde ponía las cosas, salía sin saber a dónde iba y pensamientos siniestros empezaron a invadirme. Intentaba rezar pero era inútil. En lugar de la inspiración solo veía desolación.
Sintiéndome culpable creí que bastaría con la confesión y una súplica. Entonces me ilusionaba y soñaba con la reconquista.
Pero las rosas languidecían en la greda y las palabras siempre parecían vacuas y torpes.
Había una cima entre la realidad y la furtiva imaginación.
Una mañana miré fijamente a Emma y entonces conocí todo el poder del odio. Estaba mucho más extraviada que antes.
El último halito de esperanza murió la tarde en que regresé y encontré la casa completamente vacía.
Llamé, grité y rebusqué hasta convencerme de la desolación.
Supe que no regresaría porque no estaba en el rincón la maleta de cuero y el cajón con sus abalorios.
Desde temprano el cielo había estado mal humorado, pavorosos truenos estremecieron los cimientos de la tierra y los relámpagos encandilaban los caminos. Sobre el sofá miraba por la ventana la humedad y lluvia que daba contra las hojas de los mustios árboles.
“¿Por dónde estará?”
Puse el retrato frente a mí.
En su sonrisa evoqué detalles muy notables de su vida, desde cuando caminaba por las arenas mirando la lumbre del horizonte y recogiendo caracoles. Le gustaba tumbarse sobre las hojas caídas y escuchar los goterones de mayo cuando daban contra el techo.
En un verano claro dormimos calentados por la lumbre de una improvisada fogata. La veía feliz contemplando la brizna y escuchando el crepitar de las llamas.
X
Un sentimiento abrumador se apoderó de mí cuando me dijeron haber visto a Emma por los lados de la plaza caminando junto a un hombre vestido con traje negro y chistera impecable.
Fue el mismo de su infancia.
Siempre supe que en el arcón guardaba algo muy suyo pero nunca me atreví a invadir su intimidad.
Hice del alcohol un remedio. Quería matar el dolor acabando con la sobriedad.
Mi vida se hizo un túnel sin luz y sin salida.
El amor que una vez tuve de pronto se hizo una emoción salvaje y brutal.
Requisé la casa y reuní lo que no alcanzó a llevar consigo. Sin remordimiento levanté un infierno y todo lo convertí en ceniza.
Mientras las llamas ondulaban sentía que algo grande se incineraba dentro de mí.
Para confundir los recuerdos, invertí el orden de las cosas. Puse contra la ventana el descanso de la cama, tapé los resquicios por donde entraba el olor al jazmín (que siempre invadía su cuerpo), cambié el color de las cortinas y puse muebles de nueva factura.
Con el hacha despedacé el instrumento musical y puse sobre el río el poemario olvidado.
No obstante, algo en mí seguía desafiante y perenne. En mis noches más devastadoras la veía
llegar desde muy lejos con un sombrero blanco y las largas manos llenas de flores.
Algunas veces, aun en pleno calor del día, sentía sus pasos por el corredor y me llegaba puro el metal de su voz.
No había una Emma de carne y sangre, pero estaba en la conciencia, en el alma y en lo más recóndito del espíritu. Y allí, ella era más bella, más lumínica y, sobre todo, mucho más apasionada.
Fin