¡Oh mi Platero querido, cuánto algodón
rellena tu entraña
y cuán radiantes tus ojos de azabache!
Fuiste la espita que prendió mi garganta
para desbocarse
en azul y malva de intenso color.
Te ofreciste a mi lectura como hiedra
que se peina al viento,
como oropel que con mi mirar se quiebra,
con el paso firme
del tiempo que se recibe a barlovento
y celebra ese entrechocar de mimbre
de los sillones de verano que daban
cobijo a dulces ensueños al conjuro
de tus estrofas y al olor de tus páginas.
Hice a mis profesores chanzas y embudos
para hallar la calma
que necesitaba para tu historias y láminas.
Observaba tus ilustraciones en el libro de
texto como el que observa un espacio cercado
por la memoria de sus ancestros, que pervive
en la inopia de lo improbable e ignoto.
Me imaginaba cabalgando sobre tu grupa como
si fueses babieca, presumiendo del timbre
que entrañaba alcanzar tus últimas páginas.
Tu muerte como colofón a tu serena vida
de provincias me embarró de perplejidad
e incomprensión como si se tratara del mejor
de mis amigos de carne y hueso que terciaran
juegos hasta el punto y final del crepúsculo.
Tus lecturas de clase al vaivén de sonsonetes
articulados para estimular la memoria se me
antojan nudos gordianos de la esencia
de la égloga más envolvente, más hermosa
que paisaje bucólico pudiera albergar en sí.
Entrego ahora el sueño eterno de la historia
que acaba, fundiéndome entre los pasajes
de \"Platero y yo\", tendido en mi yacija y
sintiendo en mi pecho el contacto de un
ejemplar de la Edición Prínceps, que
se dio a la imprenta de la librería Calleja
hace cien años. ¡Cien años ya...!