A juzgar por el volumen de los legajos que me llegaron
esa mañana por correo de posta el asunto que se me
encomendó no carecía de importancia, ni mucho menos.
Desde que empecé en este bendito oficio de síndico de
pobres, hayá por los albores de la Guerra de los Siete Años,
no recuerdo hallarme en tesitura de tal envergadura.
Según testimonio del que regentaba la librería de viejo que
fue escenario de los hechos, el supuesto ladrón de la \"joya
de la Corona\" de su negocio vestía un jubón gris ceniza,
una peluca a juego y unas calzas de terciopelo, parecía
pertenecer a un estamento no precisamente indigente.
El regente decidió quedarse a dormir ese día, precavido
, en el aposento que tenía pertrechado para tal ocasión
en el sótano del edificio que albergaba su tienda.
Tal recelo se debía a que tenía en depósito, procedente de
un bibliófilo anónimo de los contornos, un ejemplar de la
edición príncipe del \"Decamerón\" de Boccaccio, cuyo valor
es ocioso decir que era inconmensurable.
Al parecer la noticia se extendió por el pueblo, sin él saberlo,
como un reguero de pólvora, como proclamada por la dulzaina
de la indiscreción; se contaba que los militantes aventajados de
las familias de mayor ralea y jaez, y también los ricachos que
emergían desde la sima de la pobreza impelidos por un golpe
fortuna se levantaron de sus poltronas de papel para emprender
el vil acto de apropiación de un ejemplar de tamaña entidad.
En esas fechas, a propósito del escenario histórico del suceso,
hizo fortuna la expresión atribuída al matemático Pascal, que
rezaba : El agua hiere la piedra por su constancia, no por su
fuerza, y a esta expresión se inscribió el autor del intento de
robo, que al decir del sonajero popular se hacía llamar Himmler,
conocido nuevo rico, burgués del sector textil, que se aventuró en
el maquinismo incipiente que se abría paso en Europa.
Heinrich sigue preso en las mazmorras de la prisión estatal de
Munich, después e veinte años, sin haberse demostrado
fehacientemente la autoría de los hechos.
Se dice que el juez fue adobado por el Conde de Walstein,
aunque tampoco está demostrado.
¡Habladurías..!