Todos los miércoles lo veo llegar. Yo diría que si John Lennon estuviera vivo y fuera pobre, se vería como él. Playera estilo hippie, naranja, con el símbolo de amor y paz difuminado en el frente. Cabellos largos, canosos, acomodados al capricho del viento –o tal vez sea que el cepillo huyó de su casa-. Pantalones de mezclilla que seguro un día fueron naranja y ahora son como salmón deslavado, tenis viejos y mugrosos. Llega en su vieja Caribe roja cuya pintura ya no sabe lo que es brillar. Después de estacionar su auto baja el carrito en el que lleva las tablas y varillas para armar su puesto en el tianguis.
Vende pulseras, aretes, collares, todos con cuentas de madera y nudos tipo macramé, con lazos de piel. ¿Qué podría vender si no?
No sé por qué me llama tanto la atención este vendedor de pulseras, esta figura literaria. Será que me intriga su persona. Será que me lo imagino solo al llegar a casa cada noche, a abrir una cerveza y tirarse frente a la tele, y de vez en vez echarse un carrujo de mota. Será que parece que el tiempo se estacionó en él, será que es una triste figura de otra época.
No lo conozco, y en él reconozco la huella de la vida, del sufrir, del gozar, del llorar. Y una cierta sensación de hastío.
Ciertamente, cuando un día ya no lo vea llegar será raro, y si después de varias semanas ya no llega, será cuestionante… ¿O descansado? No para mí, para él, pues yo sigo en la refriega, deseosa de no ser nunca una figura de la soledad intrigante.
María Teresa Ruíz Rentería © Todos los derechos reservados.