Hay muertes que no salen de uno.
Ni al asesinar al enemigo, ni al decorar con las venas
Las paredes o la bañera, ni al tragarse
Diez cajas de pastillas, ni al ahorcar a un recién nacido
Con el cordón umbilical sin cortar,
Ni purificándose en aguas sagradas, ni cumpliendo
Los preceptos de mil religiones, ni adorando incansablemente
Los dioses que ya nos han olvidado,
Ni al contemplar el mayor de los milagros,
Ni al lograr la piedra filosofal con voluntariosos orines,
Ni al ungirse todos los crímenes de la humanidad y arrebatarle
A Lucifer su preciado trono en las tinieblas.
Hay muertes que no salen de uno.
No pueden escribirse porque exceden la palabra.
No pueden gritarse porque no hay cuerda vocal que las libere.
No pueden dejarse a un lado porque se alojan en cada rincón
Donde -siempre en un descuido- se abren nuestros ojos.
Hay muertes que no salen de uno.
Hay muertes que no tienen paz, ni perdón, ni siquiera rencor.
Hay muertes que han nacido con uno y vivirán más allá de uno,
Como signos encriptados en nuestros brillantes esqueletos.
Hay muertes que se extienden en el fondo de nuestros últimos pozos,
Como un dolor ineludible,
Minucioso,
Desgastante,
Inalterable,
Idéntico -quizás en otro descuido- a la vida.