Las últimas cápsulas de penicilina yacían en la mesa. Un olor húmedo y rancio se filtraba por la rendija de la ventada como tentáculos a mis fosas nasales. Observe cuidadosa mi habitación, como si fuera un lugar nuevo y desconocido. Todo estaba en su lugar, en perfecto desorden.
Mi cuerpo estaba cubierto por las mismas ropas de hace dos días, y la sábana, carente de color se enredaba entre mis piernas. ¿Acaso caí en coma?, me incorpore a la orilla de la cama con un sabor amargo en la punta de la lengua.
Los recuerdos llegaron como un flechazo: Nuestras manos enredadas, helado de chocolate, miradas, llanto, tu sonrisa...esa maldita sonrisa. Un gruñido se apodero de la habitación, me esforcé por ponerme de pie y me dirigí a la nevera vacía con la esperanza de encontrar algo de consuelo.
Nada.
Desilusionada me dirigí al baño y me hundí en el agua fría de la tina aun con las ropas puestas. Fría como tus manos, y retire lentamente las capas de pintura de mis ojos. Ahora recuerdo todo. Jamás había sentido la muerte tan cerca como desde que rompiste mi corazón en mil pedazos, y todas esas píldoras no fueros suficientes para calmar el dolor. Si me muevo un poco, aun puedo escuchar los fragmentos tambalearse entre mi garganta, mis senos y mis pulmones. Destruiste todo y te fuiste. ¿Cómo se supone que debería sobrevivir a eso?
Sin más alternativas tome la navaja de la tarja, seré yo la que solucione esto, desgarre mis ropas, el sostén y hundí poco a poco el mortal utensilio sobre mi piel mojada, Este dolor no se compara con tu adiós.
Empece a llorar cuando palpe en mi interior. Mi corazón seguía ahí, completo, sin un solo rasguño, solo lleno de sangre y no de ti.
Pero ya era demasiado tarde...
Volví a dormir.