Dulce renacer el mío,
cuando sigilosas, tus manos en guantes
su andar no me niegan;
y rodeando de mi cuello y vientre su mundo,
en tus pacificas o salvajes embestidas
fustigas las cavidades mías,
entonces, sustituye de las venas el rojo río
una carga de embriagado erotismo;
y sin notar que lo sé, en la voz del silencio
soy tuyo.
En el acto, tantos encuentros
al impacto, forman tempestad las pieles,
la mía, errabunda del vocabulario mudo
de aquella turbia droga de gemidos;
la tuya, con formas de desierto,
dunas que no horadará el viento,
que de un paso, uno solo, mis manos
tienen la cima de las montañas bajo tu cuello.
Más luego, cuando en un instante tus pies
son mediodía,
al próximo son ya anochecer en tus muslos;
y en una sola pira de dos bocas unidas,
en la soledad de su fuego, dos lenguas son brazas
al universo vibrando escondidas.
Me arrastras entonces, en desbocada cabalgata
dejando mi pudenda paganía en tu vientre,
moviéndome cual viento de rumbo incierto,
mientras tus manos ocultas aún y siempre,
a mis costados cual garras agolpadas,
comen mi dulzura, devoran de mi sed el velo;
justo cuando quemas, penetras, tu amada,
dominante corcel bajo mis piernas.