Al otro, a Julián, es a quien le ocurren las cosas.
Yo camino por Ilobasco, y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar las siluetas de las casas de fondo matizadas en un sólo amarillo con los edificios del Centro; de Julián tengo noticias por correos electrónicos y porque veo su nombre en varias páginas de internet. Me encantan los poemas, las auténticas mujeres, las sonrisas, el baile del café, el vino y las bicicletas. El otro comparte estas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, o sea, yo me dejo vivir, para que Julián pueda escribir sus poemas y esa poesía me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado llenar ciertas páginas con sus letras, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición.
Por lo demás, yo estoy destinado a sobrevivirme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir el otro. Poco a poco, voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar las experiencias con su forma de ser. Los griegos entendieron que el mayor progreso del mundo está en conocerse a sí mismo. Por ende, asimismo, yo he de quedar en Julián, no en mí (si es que alguien soy). Pero me reconozco menos en sus rimas que en la espontaneidad de muchas otras cosas como en el laborioso rasgueo del ojo de una tormenta.
Hace años traté de librarme de él y pasé de ser aquel chico triste, inquieto y abrumado a ser fiel partícipe de los juegos del tiempo y del infinito, pero esos juegos son de Julián ahora y, naturalmente, tendré que idear otras cosas. Así, mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del incierto, o del otro.
No sé cuál de los dos escribió este pasaje.