Quizás eso fue lo que más me dolió. Verte allí, parada, inefable. Con una sonrisa más nihilista de lo habitual y la mirada estancada en la lluvia. Tan atrapada en la jaula. Y yo pidiendo libertad. Rogándote que, por favor, respiraras conmigo. Pero tú nunca lo entendiste. Los barrotes te parecían bonitos cuando te abrazaban con forma humana, y no sabías vivir sin tu infinitud chocando contra aquella cárcel. Pero quién era yo más allá de un triste pájaro que siempre volaba a ras del suelo, pendiente de ti. Pero quién era yo para pedirte que abandonaras las cadenas. Pero tampoco me dejaste alzar el vuelo. No me diste ninguna opción. Tampoco dijiste nada, pero no hacía falta. Ya sabía perfectamente cuáles iban a ser tus palabras. Ya las había imaginado tantas veces a lo largo del invierno, que una media sonrisa fue todo lo que nos quedó. Media sonrisa. Ni siquiera me dejaste aferrarme a aquellas dos comisuras. Y te alejaste rápido, huyendo de la lluvia, huyendo de ti, de mí. Y yo me quedé de pie, quieta, casi sin respirar, con la tristeza en las pupilas y el agua bañándome las mejillas. Supongo que tenían razón: la libertad es echarte de menos todo el tiempo.