A veces me siento como una camisa almidonada
que se tiene en pie tan solo por su apresto,
es como si mi osamenta se hubiese diluido
en la caustica sosa de la vida.
Camino, oigo, veo, sobrevivo,
pero todo es como una película en blanco y negro
que pasa por mis ojos mientras yo me desplomo en el asiento.
A veces me niego a interpretar el guión que me reservan
y salgo del plató a buscar nuevo escenario,
pero la crisis vital ha cerrado teatros,
ha sellado museos y ha convertido los cines en desiertos.
Debo abrir mi propio teatrillo,
escribir mi guión e interpretar la vida a mi manera,
rodearme de mi propio reparto
y dejar que el público escoja sus butacas
en la platea de la vida.
Debo aprender a dirigir mi obra
sin que nadie constriña mi puesta en escena,
a asumir mi éxito y fracaso,
a volver a empezar cuando me haya perdido
sin escuchar apuntadores ni abucheos.
Los aplausos ciegan más que los silbidos,
de las broncas aprendes lo que has hecho mal
o lo que no le gusta al público que silba,
pero la obra es tu obra y tu eres el jurado,
los aplausos a veces te empujan por la senda errada
y debes reaccionar antes de acabar la obra,
los críticos triturarán tus huesos
si no bailes al son de sus quincallas,
pero cuando baje el telón,
sabrás si en realidad valió la pena la aventura.