Caminar la ciudad ilustra colateralmente.
La persona instruida por carteleras y signos,
señales refractivas, pancartas, letreros lux;
transita sereno absorbiendo literatura callejera.
A la ciudad se la escribe y se la lee entusiasta;
hay escritura social e índex literario en paredes.
En la vía pública se termina la ignorancia.
La ilustración del transeúnte es discontinua,
no es enciclopédica; es formación al paso.
Se aprende a leer las palabras y los números;
las calles tienen nombre, el transporte, dígitos.
Las marcas comerciales nos enseñan idiomas.
Sí, la información puede ser de baja calidad;
habrá errores gramaticales y palabras soeces.
Es esencial una mirada astuta para percibirlo.
Símbolos, inscripciones, epígrafes, rótulos;
leyendas flúor aleccionan la vista del iletrado.
Psiquis memorizando rutilantes marquesinas.
Muros embadurnados y consignas para asimilar,
no es necesario un ojo biónico solo uno sabio.
Las pintadas expresan pasión, rencor, lucidez;
piden una lectura aprobatoria, un ideal cómplice.
El lector aspira establecer una alianza intelectual,
algo imposible cuando son dibujos enigmáticos.
Hay grafismos apabullantes para todos los ojos;
cuidado; pueden seducir hasta el más aprensivo.
Atrapan por el sacudón del diseño anárquico,
solo para hacerte perder tu apreciable tiempo.
El continuo cambio de nombres de plazas y calles,
favorece la educación progresiva del paseante.
La frase humorística atrae lectores entusiastas;
pero el epitafio no reúne fervorosos aplaudidores.
Para el turista toda señalización bordea el caos,
queda atrapado entre caracteres irreconocibles.
El local en cambio deduce los guiños autóctonos;
asocia nombres por hábito, la calle ha sido su aula.
Bienvenidos a cultivarse con lo prosa de los murales.
Sean ilustrados los descifradores de manchones;
intoxíquense con la polución visual más descarada.
No hay edad para principiar la educación permanente;
letreros, afiches y leyendas, instruyen gratuitamente.
Por fin gradúense con honores en señalética mentora.