Había una vez una osita
que vivía en un bosque de coníferas
rodeada de animales
que daban color a su vida
y cuando ella no estaba,
cuidaban de su casita.
Amiga de los duendes y de las hadas
y de todas las criaturas que en el bosque habitaban,
era tan linda
que todos la querían
con singular afecto,
como a una madre
que procura,
con su amor,
su alegría.
Cada mañana,
con los primeros rayos de sol,
los jilgueros le cantaban seguidillas al oído,
las ardillas le regalaban nueces con nocilla,
los erizos la volteaban en el aire para divertirla
y ella les ofrecía su cariño incondicional
hasta que la noche caía.
Y las estrellas se desprendían del cielo como retinas.
Y así pasaban las horas y los días,
en perfecta armonía,
que ni los ladridos del perro cojo
la calma del lugar ensombrecían.
Hasta que un día,
de vuelta a casa,
cuando el sol ya se ponía,
en un claro del bosque,
sobre el tocón de un árbol
halló un mapa
que le llevó al tesoro
que contenía ese amor
con el que tanto había soñado
cuando de niña,
acostada en la cama,
le pedía a sus padres
que le leyeran cuentos
de príncipes hermosos,
fieros dragones
y doncellas en apuros,
de algún hechizo encantadas.
Cuando tuvo en sus manos el tesoro,
luego de acariciarlo largamente,
lo guardó en su pecho
–en este punto, su corazón dio un vuelco–
y se tragó la llave del cofre,
bien adentro,
para que nadie la encontrara
–no iba a permitir que se lo arrebataran–.
La osita guardó silencio,
pero del bosque se elevó,
como una brisa, una música
que hizo bailar sus labios
con cuatro letras mágicas:
un a m o r
y un te quiero.
© Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.