Fernando Olsen

ConclusiĆ³n

No podría llamarlo un nacimiento, no tuvo inicio, mucho menos final. Si fuera necesario diría que fue un aborto natural, un fracaso esperado. Cada segundo se degrada paulatinamente como las hojas secas a la intemperie, como los sueños de un niño que se niega a crecer.

Hoy, en un avanzado grado de frustración, me atrevo a etiquetarlo como una historia sui generis, petrificada, impermeable al tiempo, ínfima y amorfa preñada de impulsos y pasiones que tal vez no tenga sentido, o los tenga todos.

Tras la inconfesable inocencia yació rancia y cansada la extensa voluntad, el ímpetu desgarrador incrustado de violenta ansiedad y mórbida atracción cual voyerismo escrupuloso que desmantela cualquier deseo, cualquier acción. Y en el profundo hedor que expele el agonizante cuerpo de una cronología indistinta se encuentra mi vida, presa de estigmas inevitables, inexpugnables.

A pesar de lo que podría pensarse no fue solamente su voz la que me aterraba, la fuerte pulsión dionisiaca que recorrió estas lánguidas venas, la razón impulsiva que me permitió mentir. He mentido también por despecho. Fue también su desordenado cabello, su mirada dispersa, su ímpetu desquiciado, el excitante desasosiego provocado por aquellas historias inconclusas emanadas de sus labios de piedra las que tejieron memorias incompletas disueltas en letras indigentes.

Inevitablemente los instantes se desgastan. Repletos de temor acompañaron siempre la zozobra que crecía como maleza sobre las ruinas de lo sublime.

Y como las primeras luces de un rutinario día, apareció, sin pretensiones, inquietante, sin ser o querer. Fue un horizonte inalcanzable, un nuevo sendero, una fuerza misteriosa puesta por azar en mi camino.

Decisiones equivocadas aún continúan absurdamente aferradas a mi destino, la superflua intrascendencia de un poder rudimentario como aquel miserable umbral aplastante. Pero no podría no hacerlo, permanecer, arriesgar, enfrentar un estado inestable que aunque amable, devasta, me alienta.

Quizás aprendiendo de lo imperfecto de la perfección, de paraísos idílicos inoperantes e inaccesibles pueda entender aquellos rasgos intrigantes, mórbidas tensiones que se funden frente a la vehemente decadencia de su voz. Sobre ella me detengo a delimitar lo absoluto, aquello que ruega insistentemente, salir, volar, aunque su vuelo sea corto y se parezca más al capricho de un dios atormentado buscando el adecuado sentido de la muerte…

No existe un regalo tan oportuno, solución radical…

“El tiembla. Al principio la mira como si esperara que hablara, pero no habla. Entonces, él tampoco se mueve, no la desnuda, dice que la ama con locura, lo dice muy quedo. Después se calla. Ella no le responde. Podría responder que no lo ama. No dice nada. De repente sabe, allí, en aquel momento, sabe que él no la conoce, que no la conocerá nunca, que no tiene los medios para conocer tanta perversidad. Ni de dar tantos y tantos rodeos para atraparla, nunca lo conseguirá. Es ella quien sabe” (Duras, 1984)

Ha pasado ya bastante tiempo, siglos parece. De lo elástico del tiempo y lo inalterable del espacio depende la continuidad de estas líneas. Tal vez por eso un vacío transcurrió mientras me defendía de su ausencia y de la mía, del miedo, y sobre todo, de la obstinada agonía derivada de la impertinencia moral que implicó una pretensión sublimada pero aletargada.

Y de repente, sin principio o final, y sin hacerla una musa, al calor de un cielo plagado de estrellas en una noche casi perpetua, me atrevo a escribir una conclusión: y es que como ella, tampoco he aprendido a decir adiós, mucho menos a olvidar. Los recuerdos son heridas abiertas, muestras del eterno presente, de aquello que nos aniquila.

Como ella, nunca aprendí a decir adiós, incluso si lo ameritaba, si era justo o si sanaba… ¡Qué ironía! No fue nuestro tiempo. Nunca lo será. Jamás retornaremos. Lo que fue es lo que es, lo que debía ser, un gran salto al vacío cuyo apogeo se expresó en un instintivo adiós.