Ahora, al cabo de los años, me viene de vez en vez,
como la recidiva de mi juventud,
la despedida de Emily - creo que se llamaba
, si mi oído no me engañó -
de su profesor de natación en el spa de Brno donde
veraneaba, allá por el año veintitrés, felices años...
Emily era una mujer adentrada en el ocaso de su
vida, debía rondar los setenta años, lo que no le
parecía restar un ápice de alegría y ganas de vivir.
Ese día me encontraba desayunando plácidamente
en la cafetería del balneario, esperaba también la
llegada de Roberto, que se ofreció a compartir el
momento pero tardaba en bajar; estaba a punto de
volver a la habitación para saber de él cuando la vi
salir de la piscina y hablar con el joven que le
enseñó algunas nociones de flotabilidad.
Le dijo adiós como si François, que así entendí
su nombre, partiera desde una estación hacia
el desencuentro eterno.
Agitaba su mano derecha con tal entusiasmo y su
sonrisa se explayaba con tanta frescura que me
pareció ver renacer su juventud como de súbito;
su ajado cuerpo, sin pizca de sensualidad,
(ni siquiera se atisbaba un rescoldo de belleza
perdida en la erosión de la vida), se llenaba de una
juventud y una sensualidad como conservada con
naftalina en el pozo de su memoria.
Desde ese instante mi concepto de la belleza dio un
giro copernicano; lo importante es la energía, el alma
que nos rellena. El cuerpo es un simple contenedor,
continente que se expone a los rigores del destino.
Inexorablemente.