¡Señora me quieren matar!
A mi madre y hermanos,
quienes nunca abrieron la puerta.
-¡Señora me quieren matar, Señora!
La voz del hombre se escuchaba por toda la calle y quizá sobre unas cuantas cuadras más. La luna se alzaba pequeña entre los cerros cerca del llano, parecía un botón en el cielo negro. No había estrellas aquella noche, hacía frío y la profunda oscuridad del crepúsculo era alumbrada por algunos faroles con su tenue luz naranja, casi amarilla, sólo se veía el suelo, pocas casas y a tientas; pero él seguía corriendo.
-¡Señora, ábrame señora! ¿Qué no ve que me quieren matar?
Su voz era trémula. El miedo y la desesperación se le escuchaban a cada grito que daba. Ya no se oía tranquilo ni armónico como las veces en las que cantaba dentro de los bares, en las esquinas, con sus amigos o cada que la inspiración le llenaba el ánimo como para tomar la guitarra y echarse una canción de ocasión.
Corría, el sudor helado empapaba su camisa, traía los pantalones raídos, casi desgastados y los zapatos llenos de lodo y mierda. Se veía tan distinto a como salió aquella mañana. Ya no tenía el mismo peinado fino, hacia atrás, con la cera que Don Juan le había dicho era muy buena para el cabello. Ahora el pelo se le pegaba a la frente o le cubría los ojos cada que trotaba para desacelerar el paso y descansar un poco. Los perros al verlo comenzaron a ladrar excitados, como espantándole la muerte.
-¡Ayúdeme Señora, que ya casi me van a agarrar!
Su respiración era rápida, los pulmones se le llenaban de aire y se le vaciaban como dos globos desgastándose por las hondas cantidades de miedo que en ellos entraban. Las piernas comenzaban a acalambrársele, pero él seguía moviéndose, pidiendo auxilio.
-¡Señora, yo no les hice nada, Señora, ábrame por favor!
Miraba a todos lados. Sobre las ventanas de las casas se asomaba a pedir ayuda, y no se retiraba hasta dar por sentado que no veía a nadie, pues muy en el fondo sabía que si algún alma le veía a sus desesperados ojos verdes; se compadecería de él y lo dejaría entrar. Pero nadie se asomaba ni por el rabillo de la puerta. Nadie quería interponerse entre él y su inminente futuro. Pues los hombres condenados ni, la más simple acción de piedad puede salvarlos de su desgracia.
No salió Ramón, quien según él,era el mejor de sus amigos; al primero que buscó para pedir auxilio cuando lo comenzaron a perseguir. Tampoco Olivia, uno de sus tantos amores, la cual enamoró con flores y canciones al igual que las demás, pero a diferencia de las otras, ésta le prometió que siempre la encontraría cada que él viniera. Y así fue, siempre que aquel actuaba discreto y confiado. Pero ahora ella no estaba ahí.
Quizá fue porque tanto ella como las otras se dieron cuenta de la clase de hombre que era. Que flanqueaba a las mujeres, las tomaba de la cintura y se presentaba con su carisma y una sonrisa elegante. Contaba tantas cosas que ni él sabía siquiera eran verdad o no de tanto que las repetía. Pero para una mujer,un hombre atractivo, bien vestido, de mirada profunda y caminar firme, puede buscarla tantas veces quisiera, cantarle, escaparse por las noches y entrar en su habitación. La mujer podía imaginarse una vida con ese hombre distinto a todos los demás. O al menos así era los primeros días.
-¡Señora me van a matar, Señora!
Con el tiempo,comenzaba a ser indiferente, las veía irregularmente, cada que se acordaba, necesitaba dinero o quería descargar su masculinidad sobre ellas, las visitaba. A veces se le veía cantándole a una nueva muchacha cerca de la iglesia; era el único lugar donde las mujeres se juntaban. Y estaba advertido de no hacerlo dentro porque, como el padre le advirtió, si lo veía haciendo sus actos en la casa de Dios, él mismo se encargaría de mandarlo al purgatorio. Con descaro confundía sus nombres: a veces Miriam se llamaba Guadalupe; Mireya, Thalía; Verónica, Sandra y la única respuesta posible era “Lo siento” o a veces ignorar algún reclamo por parte de ellas.
Sin embargo, a pesar de todas las mujeres de su vida. Hubo dos que le marcaron. La primera era una mujer morena, bajita, de cabello negro, lacio y pequeños lunares por el pecho. La primera vez que la vio fue bañándose en un río. Se ocultó entre las rocas que por ahí había y admiró toda su empapada figura iluminada por la luz fresca de la mañana. Ella no lo veía, así que seguía yendo a bañarse al río. Él le contó a Rodolfo y a uno más. Y todas las mañanas iban a mirar ese espectáculo.
Él se maravillaba cada que la veía por las milpas y aquella lo veía con sus ojos negros, profundos como la noche, de un rostro rasgado y nariz fina pero por más que se acercaba hacia ella, y efectuaba la misma dinámica que hacía con las otras, ella no respondía, no como él quería. A lo mucho sólo le daba una sonrisa y eso a él lo frustraba y encantaba.
-¡Señora, ya casi están detrás de mí, Señora, lo puedo oír!
La segunda mujer apareció después de que la primera se fue del pueblo. Se llamaba Clara y era hija de Don Patricio, quien logró casarla con Ramiro para después morir en paz. Con Ramiro llevaba un año de casados o menos y ella era muy joven para él, se llevaban como por diez años si no es que más. Pero Ramiro era feliz y Clara iba todo los domingos a agradecer al Señor por el eterno descanso de su padre y su matrimonio.
Ahí lo conoció a él. Sentía su mirada desde el sermón del padre y cuando salió de misa él ya la estaba esperando, se le acercó y como si la conociera desde hace tiempo,tomó su mano y le recitó el poema “Madre, unos ojos vi”. Ella le dio una sonrisa nerviosa y cerró los ojos con sus largas pestañas como agradecimiento. El día era claro y los rayos del sol iluminaban el vestido blanco de Clara, su piel era muy delicada y el calor hacía que se pusiera colorada, casi no se notaba que estuviera ruborizada. Se acomodó el sombrero que cubría su cabello rubio y con un poco de nervios hizo ademán de agradecimiento. Desde ese momento él supo que se volverían a ver seguido.
-¿A dónde te metes, cabrón?- Gritó un hombre en medio de la noche con un arma en las dos manos.
Todas las noches iba a visitarla. Entraba por el patio trasero y tocaba despacio la puerta que daba a la cocina Así no había necesidad de salir por la puerta frontal y no habría problemas. Ramiro se iba a dormir temprano, antes que Clara y justo cuando caía la noche y la única luz de la casa era la de la cocina, aquel llegaba.
Caminaban en la noche, iban al río a tirar piedritas, paseaban por la plaza desolada platicándose de sí mismos. Subían un pequeño monte y miraban el llano. Aquel le contó una historia quizá cierta acerca de su padre, que lo cruzó buscando un lugar mejor, antes de irse, le prometió a él y a su madre que volvería por ellos en cuanto lo encontrara, pero jamás regresó. “Siento que el llano es como una bestia, que come a los pecadores, soñadores, inocentes y a los de buen corazón” decía mirándola, mientras que a ella sólo le nacía el miedo, un miedo, por una bestia callada, lánguida, salvaje.
De regreso a casa, él siempre tomaba su cadera con fuerza y acercaba sus labios a los de ella, pero Clara siempre lo evitaba con inocencia y un suave “No”. A pesar de todo quería a Ramiro quien la trajo a vivir a ese pueblo, la mantenía, respetaba y quería, pues después de todo, era su esposo. Pero al muchacho no le parecía aquello.
-¡Hay de aquel que te ayude, muchacho condenado!
Llevaban alcohol la noche en que fueron a las milpas. Clara no era de beber, mucho menos de embriagarse; a lo mucho bebía una o dos cerveza en las fiestas, no lo hacía más que en año nuevo y si su marido le ofrecía un tarro. Pero el joven no iba a beber hasta que Clara lo hiciera. Y así fueron bebiendo hasta que pasaron las horas y la noche y Clara comenzaba a marearse y se tambaleaba sobre sus pasos, incluso se le cayó un zapato y el otro se le rompió. Entre sus hipos reía, su sonrisa era demasiado larga. Sentía confianza de más llegando un poco al descaro. Entre tantos de sus caminares se tropezó y cayó al suelo, en ese momento el muchacho se abalanzó sobre ella, no sentía culpa por lo que iba a hacer pues pensaba que al igual que él Clara también lo deseaba. Y entre la milpa aplastada y cervezas vacías, el joven la jodió.
-¡Si tan machito eres sal, que no te voy a dejar de buscar!
Clara no supo la hora ni el cómo regresó a casa. Lo único que sabía era que le dolía el sexo y que tenía las rodillas raspadas, así como la espalda. Desde aquel día y posteriores, dejó de comer y dormía poco. Ya no veía a Ramiro a la cara, se asustaba cuando éste le tocaba la espalda por sorpresa. En la iglesia llevaba un velo morado que nunca se quitaba, no hablaba con nadie pero muchos niños decían que la podían oír llorar. Evitaba el camino de las milpas, dejó de ir a misa y todas las tardes subía el pequeño monte a mirar el llano.
Conforme pasaron los días no volvió a ver a ese muchacho. Ni lo quería ver, vivía con el miedo de encontrárselo en algún rincón o a la vuelta de la esquina. Lo último que supo de él fue que le llevaba serenatas a una tal María. Clara no lo quería ver, ni a él ni a Ramiro, ni al recuerdo de su padre que le reprocharía por ser una mala hija, una mala mujer y esposa. Ni siquiera a sí misma.
Así pues una noche después de cenar, Ramiro pasó a retirarse a dormir. Pasó a la sala con Clara quien estaba sentada en una silla miraban hacia la ventana. Ramiro le preguntó que si había cenado, si se encontraba bien; ella se levantó y lo besó y le dijo que no tenía hambre. Ramiro le dio las buenas noches y subió a dormir, Clara asintió y dijo que más tarde subiría ella. Esa sería la última vez que se verían.
En el lapso de tiempo en que Ramiro conseguía el sueño y la noche se hacía más profunda, Clara le escribió una carta confesándole todo lo que había sucedido con aquel muchacho y sobre todo le pedía disculpas porque desde un principio sabía cómo era aquel pero ella no le tomó demasiada importancia en inclusive era emocionante salir a escondidas por la noche. Clara no dejaba de temblar mientras escribía la carta pero una vez terminada la dobló y la dejó en la mesa donde cenaba Ramiro. Clara fue a la cocina, tomó unas cuantas semillas y salió por la puerta de la cocina.
-Tú hiciste que se fuera. Hiciste que se fuera mi Clara, la usaste como el trapo más viejo y juro por Dios que ni te acordaste de ella al día siguiente.
El chico ya corría por su vida desde la tarde, hacía demasiado calor y por varios momentos pensaba que se iba a desmayar o quedar sin aire. Salió de casa por la mañana hacia el pueblo y una vez ahí hizo lo de siempre, cantar, jugar en los bares, pasear con algunas mujeres, pedirle dinero a una de tantas y luego dormir con Josefina.
Una vez saliendo de la casa de Josefina fue cuando escuchó el primer disparo cerca suyo. Ramiro traía un rifle de esos para cazar venados o animales similares al tamaño. Traía sus botas marrones y su sombrero negro. Su camisa azul relucía con la luz de la tarde sin y embargo, en su rostro sin afeitar no se veía el odio ni la rabia. Sólo denotaba una seriedad en sus ojos, como quien no tiene miedo de morir o de que ya está muerto. El chico sintió cómo un nudo enorme se le abultaba en la garganta cuando Ramiro volvió a apuntar hacia él, pero el joven logró eludir el disparo y se echó a correr. Ramiro iba atrás de él.
Eran el gato y el ratón. El corazón del muchacho latía tan rápido que sentía que se le iba salir o a reventar en cualquier momento. Jamás en su vida había corrido tanto, quizá cuando era niño pero aquel no era el momento para ponerse a pensarlo. Comenzaba a anochecer y él no sabía a dónde ir, no tenía a dónde realmente. En el camino, mientras corría, buscaba alguna casa de cualquier conocido para resguardarse, pero conforme avanzaba el tiempo, más se sabía acerca de lo que le hizo a Clara en las milpas pues Ramiro, desde muy temprano, se había asegurado de que la carta de Clara fuese leída por la gente del pueblo y se esparciera la confesión de la mujer. Y mucha gente se encerró en sus casas y desde las ventanas lo odiaban o algunos que le tenía cariño simplemente no salían, para no sentirle la lástima. Recordó a su madre que vivía al otro lado del pueblo y sintiendo el chiflido de la bala cerca de la oreja decidió ir para allá.
-Tú hiciste que se fuera mi Clara, mi mujer, mi vida, mi amor. No sólo le faltaste el respeto a ella, también me lo faltaste a mí, y todo por tu maña de ser coqueto de ser un sin vergüenza y poco hombre. Le manchaste su honra y le quitaste la felicidad. No sabes cuántas veces me pregunté el por qué ya no sonreía. Y todo por tu culpa. Ahora ella se fue, se largó al llano porque ya no podía con tanta carga, con su pena.Se marcho para allá a perderse, a ya no vernos a los dos y lo que más me duele es que nunca pude hacer algo. Pensaba tantas veces que fui yo quien la hacía sentir mal. Pero cuando supe que eras tú:te odié, te maldije a ti y a toda tu herencia si Dios, en algún momento de embriaguez te llegaba a conceder. Escupí los caminos por donde tus pies pisaban y tuve la pena de contar a tu madre la desgracia que me causaste. Y lloró porque se dio cuenta de que nunca conoció a su hijo, de lo que era capaz de hacer por sí mismo de hasta dónde llegaría. Y aquí me tienes, cazándote como el animal rastrero que eres.
La voz del hombre, junto el sonido de los disparos se escuchaban por toda la calle, nadie salía porque sabían lo que le esperaba a aquel muchacho. El joven corría sin ser visto pero el ladrido de los perros lo delataba. A una pequeña distancia, entre todas las casas iguales, reconoció la que él quería. Corrió hacia ella y comenzó a golpear a la puerta, incluso usó su propio cuerpo para intentar derribarla. El joven lloraba y seguía golpeando la puerta cuando reconoció, a unos pasos de él, el sonido de unas botas. Escuchó el sonido de un arma siendo recargada y gritó:
-¡Señora me quieren matar!
Un solo disparó se escuchó en ese momento. Los perros dejaron de ladrar y se regresaron chillando a sus casitas. Uno a uno los vecinos se fueron quedando dormidos, mientras que un hombre con un arma enfriándose entre sus manos regresaba a casa. Y en una de esas casas, del otro lado de la puerta, donde yacía el cuerpo sin vida de un muchacho; una madre entre sollozos sostenía la puerta, evitando que entrara un extraño.