Ella ya había mirado otros labios,
los había acariciado, se había reído con los párpados cerrados y por su puesto, en su interior ya había sentido a alguien.
Yo por mi parte siempre he sido de sonrisa coqueta,
muy cordial, riéndome de lo habitual, años atrás caminaba descalza y con los pies ampollados,
la lluvia me seguía los pasos y por supuesto, en mi interior ya había sentido a alguien.
En el pasado había rogado por alguien,
llorado por alguien y no, nunca nadie me había servido de tanta inspiración.
En el pasado a ella le vistieron el alma de grietas, e ahí el principio de los temores de cuyos labios tocasen los míos.
Yo quería besarla mucho antes de conocerla.
Lo reconozco, no lo sabía.
Así que tropezamos sin querer,
vale aclarar que este encuentro ya estaba premeditado,
pues mi alma llevaba mirándola desde mucho antes y a ella, claro está, muchas voces le hablaban sobre mí. Y yo amaba que le hablesen sobre mí, aún sin haber empezado a amarla.
Así que una tarde la miré,
ella estaba lejos, dolida, y yo aún así mirándola con un anhelo del que no tenía idea,
llevaba vacíos en el alma que me consumían. No era el momento.
Seguimos caminando, aún no entrelazadas de la mano. Yo miraba hacia el norte, ella hacia el sur.
Una noche. Bendita noche. Eso bastó.
Hubo un encuentro, justo en medio donde se encuentra el norte y el sur.
Ella ya había sentido a alguien.
Yo ya había sentido a alguien.
Ella ya había llorado a alguien.
Yo ya había llorado a alguien.
Ambas llevábamos grietas en el alma que nos desahuciaban.
Ella tenía miedo, yo tenía amor.
Ella podía brindarme protección,
yo podía sanarle las alas, envolverlas, darles una caricia y brindarles un cielo abierto.
Así que desde aquel encuentro vivirla nunca me ha sabido a atadura,
pero si a viento bajo la marea.
Y vivirme, lo digo con seguridad,
la ha llevado a un cielo de infinitas estrellas y por su puesto, de infinitas letras.