El barrio existió siempre o se debería inventar uno.
Si no cómo se haría para relacionarse pulcramente,
socializarse con los otros y con los muy otros,
sin un espacio urbano afín de pertenencia casual.
Un barrio es un espacio personalizado de vida;
sin humanidad es terreno vacío y contaminado.
Donde hay gente a veces hay acuerdos potenciales,
la segmentación deriva de discrepancias básicas.
La solidaridad es acercamiento vincular puritano.
Se pacta por una defensa del barrio impoluto,
pero no se apalabra, se da un convenio tácito,
si hay desacuerdo se rebobina y se recomienza.
El barrio es reunión de manifestaciones sociales;
al motivo se lo busca, se lo improvisa o se lo crea.
El otro está sentado o parado al lado nuestro,
y es forzoso involucrarse en relaciones de civilidad.
Algunos evocamos el viejo conglomerado natal,
nostálgico arquetipo que nos magulla el alma.
Pero a aquella idealización es imposible volver;
los antiguos intereses se fueron difuminando.
Se puede hacer una historia del barrio por su música,
la misma fue transmutando al compás de los tiempos.
La musicalización de cada período tuvo su trascendencia,
cada moda musical singularizó sus décadas agitadas.
A veces una avenida comercial es su centro nervioso,
mientras las casas homogéneas le crean su entorno.
Se configura con el tiempo, tras pacientes afinidades;
pero el pacto barrial se funda con sudor amistoso.
El trazado de un barrio es voluble e informe;
puede circunscribir esta cuadra o aquellas otras.
Tiene sentido superponer pequeñas sociedades;
viejas lealtades, familias solidarias, vecinos conexos.