Y dejé que te me acercaras en silencio, muy quedo,
acortando la distancia que favorecía nuestro encuentro.
Primero para que depositaras en mi boca tus besos;
luego para enlazarse vibrantes nuestros cuerpos.
Ya cuando en la noche se orquestaba nuestro idilio
cuando la tenue luz apenas dejaba al descubierto
la sombra de aquel par de amantes en el resquicio
en el que ambos, temblorosos, quedamos sin aliento.
Ya cuando en lo alto del cielo las estrellas tiritaban
tan copiosas, tan pequeñas, tan blancas, tan lejanas.
Cuando tú me sujetabas por el talle y me aprisionabas,
mientras yo nervioso recorría lo corto de tu falda.
En ese lugar de nuestras cotidianas e infalibles citas
donde nos bebimos a besos y nos colmamos de caricias.
Ahí donde nada nos era secreto, ni me eras prohibida.
Ahí donde atónitos nos hallamos a escondidas.
¡Qué horas aquellas! Cuando tu frágil, jovial y agitado pecho
deseaba entre mis manos encontrarse seducido, hallarse preso.
Rendido y dispuesto a todas mis caricias, a todos mis besos,
y con ello amarte en aquel resquicio, en aquel momento.
¡Cómo olvidar esas noches!, ¡Cómo aquel nuestro idilio!
Si las estrellas brillaban tan copiosas, tan pequeñas, tan blancas, tan lejanas.
Mientras yo nervioso, en aquel resquicio, recorría lo corto de tu falda,
cuando dejé que te me acercaras en silencio, muy quedo.
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