Yo me quedo, a brindar por mi, a brindar por ti.
Me quedo a mirar el cielo azul, a ver el destello del sol, a llenarme de esperanza con los muros caídos.
Me quedo, pensando, haciendo, queriendo para finalmente tomar té. Y café, en la mañana. Y así, cuando las luces iluminan el suelo nocturno, todos los días, todas las noches.
Yo me quedo, aún cuando el silencio se me hace eterno y te miro a vos, tan taciturna, tan herida, como animal triste y te acaricio, solemne, sutilmente, entre los párpados, en el entrecejo, en la espalda, en el lóbulo de tu oreja izquierda, te acaricio el cabello para arrullarte, para soñarte, para palparte y morirme.
Sí, morirme.
Abalanzarme a la muerte, que es como un sueño, un fatalismo y me siento viva, que irónico, la muerte que es la ausencia de todo y vuelo, me voy a otra parte, la mirada se me va a otra parte, me pierdo, me encuentro, me pierdo, me miro, me pierdo, me ausento y estoy.
Me voy, para quedarme, sin tener que irme.
No podría existir sin ésta muerte, no podría desfallecer sin ésta vida, no podría. No podría.
Yo me quedo, para que me acaricie la muerte y dormir en el lecho de la vida, trenzarme el cabello y bailar bajo el agua, desnudarme bajo el agua de tus manos, bajo el mundo de esta manos, bajo la magia de estas manos, que logran ser multiverso recostadas en la cama.
Me quedo, quizá a veces con el sueño un poco despierto, con las manos tibias y a veces frías, con el tiempo que transcurre cuando una lágrima cae lento y se convierte en lluvia.
Me quedo,
entre la muerte,
entre el sueño,
entre el despertar asomándose bajo la cortina,
entre todo pensamiento poco sensato que aflore en esa mente azul, brillante, iluminada.
Me quedo aquí, ahora, en el presente, sin mirar atrás.