Mi musa tiene seis años menos
que mis dedos,
y los alcanzó para enseñarles
a abrazar la pluma,
a guiar la tinta.
Desnudar el alma sin tocar su piel.
Con todo y su risa
abriendo cajones en el ropero,
para esconder mis ojos recién lavados.
Un día me hizo decir:
que el viento trajo una semilla de besos
y la sembró en terreno fértil,
con agua de tus labios les crecieron hojas
para escribirte versos
y alas,
para cubrirle la espalda al frío del viento.
El viento, el maldito viento
haciendo nidos en tu pelo,
el bendito viento bien maldito,
por el bien de los dos se hizo un espejo,
donde vive mi musa.
No la encontré una madrugada,
buscando debajo de la una
las nueve de la noche,
ni el olor de la tinta
con que pintó un atardecer es culpa de ella,
ni las estrellas con su filo rasguñando el cielo.
Ella es tan normal,
si la vuelvo a llamar musa
este poema se quedará callado.
A pesar de las alas,
que pegué a su espalda con cinta adhesiva
y sueños de unicel,
ella prefiere el cabello largo.
Las musas no lloran
y ella no era musa,
ni cocinan
y ella improvisaba magia,
lo mismo arroz que frío en mi garganta.
Su tristeza me regalaba lágrimas,
yo no sabia que hacer con ellas, ni mis ojos retenerlas.
Escribir con su rostro era pintar al óleo,
con tinta oliendo a atardecer,
escribir con su risa
era guardar silencio para oír.
Porque ella no sabe lo que es si lo supiera.
Cuando trae los tenis puestos puede volar,
cuando se echa encima mi alma
duerme,
y sueña que este poema es un río
y nada.