Al filo de la carretera,
aires de campiña,
parcelas definidas
esparcidas por el valle
y recostadas en las faldas
de otrora, montañas azules,
ahora, cerros pelones,
gastados y moribundos.
Gráciles se mecen al viento
las flores de caña
ajenas al inminente destino.
Los cabezales se mueven lento
sobre la carretera,
arrastrando sus largos vagones
atestados de la dulce caña.
El denso humo
escapando de las narices
del ingenio azucarero,
es la esperanza del jornalero.
Más allá, adentrándose en el pueblo,
las calles adoquinadas
se tapizan con todo tipo de utensilios,
necesarios o no.
Descansando en las aceras
incontables pares de botas,
pantalones sucios y raídos
y rostros negros.
El cansancio dibujado
en los ojos semicerrados
de los \"tilosos\",
aguantando apenas
la hora para olvidar,
en un octavo o muchos,
la afanosa tarea de la zafra.
Música estridente
anunciando billares y cantinas
y el zumbido de las mototaxis
transportando mujeres y críos
con bolsas y atados
conteniendo el pan nuestro de cada día.
Las virutas de hollín,
vuelan a su antojo
y se mezclan con las flores marchitas
y las semillas aladas de los macuelizos,
convirtiendo en un rito, casi espiritual,
el barrido diario de las calles
y cada rincón al descubierto
de la vieja casona.