Nos llovimos tanto,
que la sequía se volvió bonita.
Sobre todo, en tu boca,
que se empeñaba en buscar la mía
para sobrevivir.
Bebiste tanto de mi garganta,
que me robaste hasta la saliva
que tenía reservada
para ahogarte.
Y granicé contra tu pecho
aquella madrugada en la que hicimos el amor
despertando edificios.
Después, me dijiste:
“te haré el humor hasta llegar al orgasmo todas las noches”.
Y desde entonces, no bajo de tu clavícula.
Ahora, la vida sigue siendo eso.
Un cúmulo de felicidad al alcance de todos los cuerpos
de la ciudad, que se niegan a ser felices.
Has desordenado mi vida hasta el punto de no conocerme
por las mañanas, cuando me levanto y sonrío.
Y sé que el monstruo de mi armario es un poco más pequeño.
Helamos contra el capó de tu coche,
que más de una vez nos oyó gemir.
No dejes que se lleven nunca más mi felicidad,
guárdame en cualquier cajón de esos
que abres cuando lloras
y sonríe al verme
y mi granizo se derretirá
como todas las noches.